“Libra mi alma, oh Señor, del labio mentiroso,
de la lengua engañosa”.
(Salmo 120:2)
Años atrás, cuando mis hijos eran todavía pequeños, yo también caí en la costumbre de recomendarles que dijeran: “Si tal persona me busca o pregunta por mí, díganle que no estoy”. Y también me ocurrió, alguna vez, que un hijo mío abrió la puerta de casa para decirle a quien preguntaba por mí : “Buenos días señor, dice mi papá que no está aquí”.
Anécdotas como ésas las recordamos en familia, con una sonrisa en los labios, pero también con la vergüenza de reconocer que en aquel entonces no fuimos muy íntegros que digamos.
Ahora bien… que lance la primera piedra quien alguna vez, deliberada o inconscientemente, no mintió, para salir del apuro, para tapar errores o para conseguir algo.
No olvidemos, por ejemplo, que la infancia ha sido una época o una senda sembrada de mentiras. Al comienzo eran pequeñitas, como para comernos a escondidas alguna golosina, o para justificar un retraso, o la falta de algún deber en la escuela. Más tarde, las mentiras fueron creciendo de tono y de talla, tanto que dejábamos de ser aficionados a la mentira para alcanzar el título de profesionales del engaño, persiguiendo cada uno sus propios intereses: afecto, amor, fama, dinero, votos, prestigio, poder, etc. En suma, éramos el equivalente a aquellos charlatanes de feria, hábiles para vender sus pomadas “curalotodo”. Nuestra verdad era parte de la mentira.
La mentira no conoce de tiempo, ni de fronteras, ni de situación social, económica, idioma, ni siquiera de religión. Tanto es así que, en este último caso, se encuentran una serie de personajes, quienes se han autoproclamado enviados directos de Dios, hasta dioses mismos; modernos mesías vestidos de túnica o de traje, de sandalias o corbata, transportados a pie o en jet, buscando clientes que crean en ellos y en sus doctrinas, que les sigan, admiren, adoren, y veneren.
Queridos amigos y amigas, alejémonos de la mentira, y enseñemos a nuestros pequeños a no involucrarse en ella; hagámosles entender que por más que se la clasifique como mentira piadosa, mentira blanca, o simple mentirijilla, el engaño está reñido con la Palabra de Dios.
Pero no se trata solamente de enseñar con un discurso, sino, y sobre todo, con el ejemplo, porque de nada serviría darles a nuestros chicos una magistral conferencia sobre lo dañino de la mentira si, en cualquier momento, y para comenzar, les enviamos a abrir la puerta, o a contestar el teléfono, con la clásica recomendación: “si alguien me busca, dile que no estoy”.
Jesucristo manifestó: “Mirad que nadie os engañe. Porque vendrán muchos en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo; y a muchos engañarán.” (Mateo 24: 4,5) .
Esa es su Palabra y, por cierto, la única que no engaña.
William Brayanes
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