La fe verdadera demanda la bendición prometida y se aferra a ella antes de que se haga realidad y poder sentirla. Hemos de elevar nuestras peticiones al lugar santísimo con una fe que dé por recibidos los beneficios prometidos y los considere ya suyos. Tenemos que creer, pues, que recibiremos la bendición, porque nuestra fe ya se apropió de ella, y, según la Palabra, es nuestra. «Por eso les digo: Crean que ya han recibido todo lo que estén pidiendo en oración, y lo obtendrán» (Marcos 11: 24, NVI). Esto es fe sincera y pura: creer que recibiremos la bendición aun antes de recibirla en realidad. Cuando la bendición prometida se hace realidad y se disfruta, la fe ya no tiene valor. Pero muchos, errados, suponen que tienen una gran fe cuando participan del Espíritu Santo en forma destacada, y que no pueden tener fe a menos que sientan el poder del Espíritu. Estas personas confunden la fe con la bendición que nos llega por medio de ella. Precisamente, el tiempo más apropiado para ejercer la fe es cuando nos sentimos privados del Espíritu. Cuando parecen descender densas nubes sobre la mente, es cuando se debe dejar que la fe viva atraviese las tinieblas y disipe las nubes. La fe verdadera se apoya en las promesas contenidas en la Palabra de Dios, y únicamente quienes obedezcan a esta Palabra pueden esperar que se cumplan sus gloriosas promesas.
Debemos orar mucho en secreto. Cristo es la vid, y nosotros los pámpanos. Y si queremos crecer y dar frutos, tenemos que absorber continuamente savia y nutrición de la Vid, porque separados de ella no podemos hacer nada.