“Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos de ellos; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos.” Mateo 6:1
El Señor nos pide que no nos envanezcamos en el momento de hacer el bien a los hermanos. Aunque se puede sentir un gozo interior cuando se hace la Voluntad de Dios o se ayuda al prójimo, no debemos permitir que el diablo contamine nuestra acción con el orgullo. Porque ésta es una gran tentación, la de sentirnos mejores que los demás y querer mostrarlo a la mayor cantidad de personas posible, para que nos admiren y comenten: “qué buena persona es tal…”.
Hacer esto es un gran error, ya que quita todo el valor de nuestra acción y nos hace un mal espiritual irremediable. Deberíamos pedir continuamente al Señor, humildad que nos permita meditar y reflexionar. Todo lo bueno que hagamos, no proviene del fondo de nuestro corazón sino de la inspiración divina.
De nosotros proceden las malas obras, fornicaciones, impurezas, malos pensamientos, ira, envidia, soberbia... Estas son las acciones que brotan de nuestro interior. Pero cuando dejamos entrar a Cristo en nuestra vida, Él actúa con poder moldeando nuestro corazón. Envía su Espíritu que nos transforma y permite que empecemos a actuar como hijos de Dios.
Por eso el Señor nos pide que no toquemos la trompeta delante de nosotros a la hora de hacer el bien. Reflexionemos en qué bueno es Dios, que nos permite adjudicarnos para justificación nuestra, las buenas obras que hacemos por su inspiración. Pero podemos perder esta recompensa si nos la adjudicamos a nuestra bondad y la pregonamos entre los hombres como propia.
Luego sí vendrá el reconocimiento de los demás. Porque no se prende una lámpara para esconderla bajo el celemín. De la misma forma, en algún momento, si es voluntad de Dios, se sabrán las buenas obras que hemos hecho. Principalmente, para servir de edificación al prójimo, llevándolo a la fe.
Por eso dice: “para que sea tu limosna en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará en público.” (Mateo 6:4)
Nada habrá más en público que el Día del Juicio. Allí nuestras almas estarán desnudas ante Dios y los demás. Y allí se sabrá la medida de nuestro corazón, viendo los demás todo el bien que podamos haber hecho en secreto. Y seremos recompensados con el amor de Dios.
También la oración debe ser interior
“Y cuando ores, no seas como los hipócritas; porque ellos aman el orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles para ser vistos por los hombres; de cierto os digo que ya tienen su recompensa.” (Mateo 6:5)
Con respecto a la oración, el Señor nos hace la misma advertencia. No debemos buscar el aplauso de los demás. No debemos orar haciendo grandes pantomimas o impostaciones. Si es del Espíritu, hay que dejarlo actuar, y Él nos indicará lo que es agradable a Dios. Pero si procede de la soberbia del corazón, no es más que una postura, una imitación de la verdadera oración para ser alabados por los hombres.
Claro es que no se pretende que alguien se nos vaya a acercar y decirnos: “qué ferviente eres en la oración, cómo se ve lo lleno que estás del Espíritu”. Pero en el fondo estamos deseando que suceda o que por lo menos lo piensen de nosotros.
Si hacemos esto, estamos perdiendo la esencia de la oración; la esencia de la comunicación con Dios. Ésta debe ser un diálogo con nuestro Padre amoroso, dando gracias por todos los dones que recibimos diariamente y pidiendo perdón por todos los pecados que cometemos. De hecho, quizás ésta sea la oración más sincera que pueda brotar, y la que no mostraríamos en público. Sin embargo, puede ser la más necesaria y la que más fruto espiritual traerá a nuestra alma. El arrepentimiento.
“Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará en público.” (Mateo 6:6)
Nuestro Padre está en lo secreto. No es un Dios de engreídos y soberbios. Es un Dios que vino humildemente a la tierra, a enseñarnos lo que es la humillación, la humildad y la entrega. Por esto mismo cuando oremos, debemos preferir la oración interior, que nos dará frutos de vida eterna.
Conclusión
Nuestras buenas obras proceden de la inspiración de Dios en nosotros. No debemos actuar como si fuéramos buenos por causa nuestra, sino reconocer la obra de Dios en nuestra vida. Y por lo tanto, el aplauso de los hombres no debe ser el motivo de hacer el bien al prójimo.
Del mismo modo con la oración, debemos preferir la oración interior, que nace del arrepentimiento. De lo contrario, habremos perdido la recompensa que nos está reservada en el cielo.
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