Producto de los acontecimientos que ocurren en nuestra vida, sentimos distintos tipos de dolores. Padecemos dolores físicos cuando nos duele una muela o el estómago. Dolores emocionales cuando discutimos con un amigo o cuando un novio/a nos deja. Así mismo, sentimos dolores espirituales cuando le fallamos a Dios y estamos arrepentidos. Nuestra vida es garante de que tendremos dolores y padecimientos, pero Dios siempre estará en medio de ellos, porque lo ha prometido.
Sin embargo, la pérdida de un familiar, el desempleo, el divorcio, reiteradas desilusiones amorosas, etc., van dejando una cuenta con saldo negativo en las personas. Veamos, por ejemplo, cómo dos personas “mayores” (viejecitos, tatas, abuelos, o como quieran llamarlos) se encuentran y comienzan a contarse toooooooooda la serie de achaques que tienen: artritis, taquicardia, presión alta, viudez, abandono de los hijos y un largo etcétera. Tal pareciera una competencia por ver quién es el “number one de las desgracias”, y pareciera ser que ninguno de los dos escucha; su propia experiencia parece no ser oída por el otro interlocutor.
Mucho se habla de un concepto mal empleado en nuestra sociedad: la empatía. Se dice que es “identificarse” con la experiencia emocional de otros; que no es lo mismo que “contagio emocional”, esto es: tú lloras, y yo lloro y me amargo contigo. Empatía es llegar a conectarse con la situación que vive otro, imaginando cómo se siente e intentando ser comprensivo lo máximo posible. Es “descentrarse” de nuestro propio foco y dejar de pensar que siempre los “MI” o los “Yo” son más importantes que los “Tú”. Ahora bien, ser empático es un proceso, no se logra de un día para otro y es solo para valientes capaces de pensar en los demás y ponerse en segundo lugar… ¿Te suena a alguien conocido? ¡Correcto! Jesús es un ejemplo de empatía y de “vestirse” de pecador para poder comprender lo difícil que es el vivir en la carne. Por eso se entregó hasta la muerte, para ser capaz de ser un buen intercesor ante el Padre, sabiendo, en carne propia, lo que es ser un simple ser humano, de carne y hueso.
Jesús sabía que iba a morir y nunca se lo restregó a nadie en la cara. Su muerte física nunca llegaría a ser tan importante como la consecuencia que iba a producir, su significado. Pudo haberse quejado, haber reclamado y haberle dicho a los discípulos que dejaran de quejarse. A fin de cuentas, Jesús sería el que lo iba a pasar peor. Todos podemos llegar a estar de acuerdo con eso. Sin embargo, Jesús nos enseña millones de cosas a través de su vida, cosas que aún no terminamos de aprender.
Frente al dolor -propio o ajeno- podemos tomar dos actitudes.
La primera de ellas es sentir que nuestro dolor es el más grande del mundo, que nadie puede entendernos y que nadie lo está pasando peor que nosotros. Que nadie puede decir “te entiendo” porque en verdad no lo hace, y que cualquier cosa que te cuenten será pequeña al lado de tu GRAN dolor. Esta actitud endurece tu corazón y te hace insensible al dolor ajeno. Estás tan ensimismado en ti mismo, que no eres capaz de ver más allá de la punta de tu nariz, y no aprendes nada de esa experiencia salvo amargarte y auto-compadecerte. No lo neguemos, todos nos hemos sentido así alguna vez, ¡aunque hoy nos avergüence!
Frente al dolor -propio o ajeno- podemos tomar dos actitudes.
La primera de ellas es sentir que nuestro dolor es el más grande del mundo, que nadie puede entendernos y que nadie lo está pasando peor que nosotros. Que nadie puede decir “te entiendo” porque en verdad no lo hace, y que cualquier cosa que te cuenten será pequeña al lado de tu GRAN dolor. Esta actitud endurece tu corazón y te hace insensible al dolor ajeno. Estás tan ensimismado en ti mismo, que no eres capaz de ver más allá de la punta de tu nariz, y no aprendes nada de esa experiencia salvo amargarte y auto-compadecerte. No lo neguemos, todos nos hemos sentido así alguna vez, ¡aunque hoy nos avergüence!
La segunda de ellas, es que el dolor te haga conectar con otros que han vivido experiencias similares a la tuya o tal vez muy distintas; pero ya no comparas el “grado” mayor o menor del dolor, sino que logras conectarte con esas personas de una manera diferente, como nunca antes lo habías experimentado. Sentir el dolor de los demás, te hace pensar en los otros más que en ti y en equilibrar la importancia que le atribuyes a lo que está causando tu pena. Cuando tomas esta postura frente al dolor, te haces más “humano”, te pareces más a Jesús. El dolor lo utilizas como un medio de sensibilización. Muchas veces atravesar momentos muy duros nos enseña para poder enseñar a otros. Esta postura frente al dolor te enriquece, te hace crecer y te hace pensar que “todo lo pasado vale la pena”, pues de todo el proceso sales distinto, con un corazón más compasivo, comprensivo y empático.
Frente a cada situación difícil que vivamos en nuestra vida tenemos estos dos caminos: el de la amargura y el encerrarse en sí mismo, y el de sacar lo mejor de nosotros y compartirlo con otros que también sufren. A la larga, no existen dolores “más fuertes que otros”; todo es subjetivo y depende de nuestras experiencias, formas de ser, llamado, propósito, etc.
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