Finalmente, experimentando la “turbación de espíritu” que con frecuencia se produce en la mediana edad, entró en un monasterio, donde llegó a ser el cocinero y el fabricante de sandalias para su comunidad. Pero lo más importante, comenzó allí un viaje de 30 años que le llevó a descubrir una manera simple de vivir gozosamente.
En aquellos tiempos tan difíciles como los actuales, Nicolás Herman, conocido como el Hermano Lorenzo, descubrió y puso en práctica una manera pura y simple de andar continuamente en la presencia de Dios. El Hermano Lorenzo era un hombre gentil y de espíritu alegre; rehuía ser el centro de atención, sabiendo que los entretenimientos externos “estropean todo”.
Justo después de su muerte fueron recopiladas unas pocas de sus cartas. Fray José de Beaufort, representante del arzobispado local, ajuntó esas cartas con los recuerdos que tenía de cuatro conversaciones que mantuvo con el Hermano Lorenzo, y publicó un pequeño libro titulado "La Práctica de la Presencia de Dios". En este libro, el Hermano Lorenzo explica, simple y bellamente, cómo caminar continuamente con Dios, con una actitud que no nace de la cabeza sino del corazón.
El Hermano Lorenzo nos legó una manera de vivir que está a disposición de todos los que buscan conocer la paz y la presencia de Dios, de modo que cualquiera, independientemente de su edad o de las circunstancias por las que atraviesa, pueda practicarla en cualquier lugar y en cualquier momento. Una de las cosas hermosas con respecto a La Práctica de la Presencia de Dios es que se trata de un método completo. En cuatro conversaciones y quince cartas, muchas de las cuales fueron escritas a una monja amiga del Hermano Lorenzo, encontramos una manera directa de vivir en la presencia de Dios, que hoy, trescientos años después, sigue siendo práctica.
1ª Conversación
Vi al Hermano Lorenzo por primera vez el 3 de Agosto de 1666. Me dijo que Dios le había hecho un favor singular cuando se convirtió a la edad de dieciocho años. Durante el invierno, viendo un árbol despojado de su follaje, y considerando que al poco tiempo volverían a brotar sus hojas, y después aparecerían las flores y los frutos, el Hermano Lorenzo recibió una visión de la Providencia y el Poder de Dios que nunca se borró de su alma. Esta visión lo liberó totalmente del mundo y encendió en él un gran amor a Dios.
Tan grande fue ese amor, que no podía afirmar que hubiera aumentado en los cuarenta años transcurridos desde entonces. El Hermano Lorenzo dijo que había servido a M. Fieubert, el tesorero, pero con tanta torpeza que rompía todo. Deseaba ser recibido en un monasterio pensando que allí podría cambiar su torpeza y las faltas que había cometido por una vida más despierta. Allí ofrecería la vida y sus placeres como un sacrificio a Dios, pero se sentía desilusionado con Dios en el sentido de que lo único que había encontrado en ese estado era satisfacción.
Deberíamos afirmar nuestra vida en la realidad de la Presencia de Dios, conversando continuamente con Él. Sería algo vergonzoso dejar de conversar con Él para pensar en insignificancias y tonterías. Deberíamos alimentar y nutrir nuestra alma, llenándola con pensamientos enaltecidos acerca de Dios, lo cual nos colmará del gran gozo de estar dedicados a Él.
Debemos acrecentar y dar vida a nuestra fe. Es lamentable que tengamos tan poca fe. En lugar de permitir que la fe sea gobernadora de su conducta, los hombres se entretienen con devociones triviales, que van cambiando diariamente.
El Hermano Lorenzo decía que el camino de la fe es el espíritu de la iglesia, y que es suficiente para llevarnos a un alto grado de perfección. Y que deberíamos entregarnos a Dios tanto en las cosas temporales como en las espirituales, y buscar nuestra satisfacción solamente en el cumplimiento de su voluntad, ya sea que Él nos conduzca a través del sufrimiento o lo haga a través de la consolación. Todo debería ser igual para un alma verdaderamente entregada a Él.
Decía que necesitamos fidelidad en la oración en momentos de sequedad espiritual, de insensibilidad y de tedio, cosas estas por medio de las cuales Dios prueba nuestro amor a Él; esos momentos son propicios para que hagamos buenos y eficaces actos de entrega, actos que se deberían repetir frecuentemente para facilitar nuestro progreso espiritual.
Decía que aunque diariamente oía acerca de las miserias y los pecados que hay en el mundo, él estaba muy lejos de sorprenderse de ellos; que, por el contrario, estaba sorprendido de que no hubiera más maldad, considerando las iniquidades de que eran capaces los pecadores. Él, por su parte, oraba por ellos. Pero sabiendo que Dios podía remediar el daño que ellos hacían cuando a Él le placiera, él no se dejaba vencer por preocupaciones como estas.
El Hermano Lorenzo decía que para llegar a la entrega que Dios requiere, debemos vigilar atentamente todas las pasiones que se mezclan tanto con las cosas espirituales como con aquellas que son de una naturaleza más burda. Si verdaderamente deseamos servir a Dios, Él nos dará luz con respecto a esas pasiones.
Al final de esta primera conversación, el Hermano Lorenzo me dijo que si el propósito de mi visita era discutir sinceramente sobre cómo servir a Dios, podría ir a verle tantas veces como quisiera, sin temor a ser molesto. Pero si no era así, entonces no debía visitarlo más.
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