Actualmente un gran número de familias sufre la ausencia de uno de los padres. Conflictos, separaciones, abandono total o parcial de responsabilidades, determinan este verdadero síndrome de nuestros días. Incluso la familia cristiana, hoy por hoy no está ajena a esta realidad.
Sin importar si pasaste por esto o no, es rigurosamente cierto que si no es tu caso, seguramente es el de alguien que conoces o al menos tiene contigo unas cuantas cosas en común. Estas palabras, en las manos del Señor, pueden marcar un antes y un después en tu vida y en la de ellos.
La siguiente historia está basada en el caso real de una mujer que, estando aún en el vientre de su mamá, sufrió el abandono por parte de su padre. Muchos años después, en su adultez, el padre reaparece nuevamente en su escena familiar, y como cristiana se encuentra ante una tremenda encrucijada: “¿Debo honrar al padre que me abandonó?”
“Honra a tu padre y a tu madre…” eran las palabras de Dios que continuamente taladraban su sufrido corazón. Su padre abandonó a su madre cuando ella estaba a una semana de nacer. Años de lucha, necesidades e infelicidad quedaron en ese hogar destruido.
No obstante, esta mujer, ya durante su edad adulta, quiso conocerlo y emprendió su búsqueda. Dios le allanó el camino, y finalmente un día el encuentro se produjo. La pregunta no podía esperar: “-Por qué nos abandonaste?”
Le explicó que no tenía un trabajo fijo ni con qué sostenerlas. Un día salió, no halló trabajo y se sintió tan avergonzado que no tuvo valor para volver.
Tal vez verdad… tal vez no. Mucho es lo que se podría decir e incluso cuestionar sobre la actitud de este padre… Pero no es su historia la que nos importa en este mensaje. El punto principal es qué hizo su hija años después, cuando ya adulta se encuentra frente a frente con él. Tenía que perdonarlo, era la necesidad imperiosa de su corazón mezclada con una intensa cuota de amargura e indignación.
Ella conocía bien lo que significaba perdonar. Creció en una época y en un lugar en donde ser hija de una mujer sola significaba una verdadera humillación. Años de discriminación, necesidades y un sutil maltrato en la escuela, en la comunidad, e inclusive en la iglesia habían golpeado duramente su quebrantado corazón. Entretanto, las cosas se fueron mejorando para él. Él lo tuvo todo, ella nada.
¿Cómo orar un Padrenuestro, y decir “perdónanos como nosotros perdonamos…”? Solo había un camino: la puerta del dolor.
Los niños cuando se asustan, se esconden tras una puerta, debajo de la cama o en un armario. Un lugar donde se sientan más seguros. Así sucede con nosotros. Cuando sufrimos un trance como este, los seres humanos tendemos a escondernos tras una puerta (o coraza), pero ésta se encuentra dentro de nuestro propio corazón. A veces esta puerta queda fuertemente cerrada, al extremo de que en ciertas circunstancias ni nosotros mismos somos capaces de abrirla, determinando así años de sufrimiento y dolor. Como el niño escondido en el armario durante años. El escondite deberá durar poco, o de lo contrario se convertirá en su propia trampa y seguirá sufriendo hasta que salga… o venga alguien y lo ayude a salir.
Dios nos ha hecho así. El dolor por la misma puerta que entró es por donde debe salir. Así funciona. Así estamos hechos.
Abrir su corazón y hablar con su padre con sinceridad le hizo bien a la mujer de nuestra historia. Supo que él mismo durante su niñez había sufrido la soledad, la enfermedad y posterior muerte de su madre, y había aprendido a huir cuando las cosas se ponían difíciles.
Nada que justificar. Mucho sí, que perdonar… Así es la Gracia de Dios. Finalmente su padre pidió perdón. Ya no se podía volver el tiempo para atrás y corregir los errores, pero sí abrir el corazón a la luz de Dios y permitir que su gracia infinita y gozo lo llenara. Finalmente, esta mujer perdonó a su padre.
“A veces siento una gran pérdida por los años que no conocí a mi papá, mi abuela y mis primos, y me entristece pensar en el creciente número de hogares destruidos y de hijos que nunca llegan a conocer a su padre; y en cómo un hijo, incluso uno ya adulto, anhela tener a su padre, y los padres también anhelan a sus hijos”, escribió.
Si alguna vez sufriste un penoso agravio, he aquí una ventana a la luz de la vida. Abre esa puerta tras la que te escondiste. Dolerá, pero valdrá la pena. Esta vez será el dolor de la inyección, no el de la enfermedad.
No sabes con qué te enfrentarás, pero el mero hecho de salir y enfrentarlo ya te expone a la luz de Dios Todopoderoso, quien no te dejará a solas en la encrucijada. Tu perdón no justifica ni renueva el crédito. Tu perdón te libera de las tenazas de amargura que te atan a tu ofensor o victimario.
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