Sin embargo, la fe en la resurrección de los muertos supone algo totalmente diferente frente a la reencarnación de las almas que se afirma en la religiosidad hindú, en el budismo o en las doctrinas griegas de la metempsícosis.
Según la visión hindú, las almas van emigrando constantemente (sam-sára= pasar a través), encarnándose una y otra vez en vidas sucesivas. Y son las acciones buenas o malas (karma) las que deciden cómo va a ser la próxima reencarnación.
De esta manera, la realidad es una sucesión de nacimientos y muertes donde las almas se van degradando o purificando hasta alcanzar un día la reintegración en la totalidad del Ser Absoluto. Este es el nirvana difícil pero no imposible del que habla el budismo. Esta manera de ver la realidad tiene consecuencias profundas y se distancia radicalmente de la fe cristiana. Según esta concepción oriental, la identidad individual de cada persona se eclipsa y el cuerpo queda privado de valor. En realidad, los individuos surgen por una disgregación del ser, pueden reencarnarse en diversos cuerpos, pero lo importante es que vuelvan a reintegrarse en el Gran Todo.
La visión cristiana es diferente. En la raíz de todo está un Dios Creador que, movido por su amor infinito, crea la vida de cada persona con un valor absoluto y singular. Cada individuo es un ser libre querido por Dios por sí mismo, y llamado a encontrar un día su realización plena corpóreo-espiritual en un diálogo amoroso con Él.
Por otra parte, según la doctrina de la reencarnación, el mal es una realidad física (la caída del individuo en la materia). Por eso la salvación consiste en una especie de proceso mecánico de depuración que, a través de sucesivas reencarnaciones dirigidas por el karma, conduce de nuevo a la matriz original del Ser Absoluto.
Los cristianos vemos las cosas de otra manera. El hombre es un ser libre que puede rechazar a Dios rompiendo su relación personal con Él. Por eso, la salvación se produce no por medio de un mecanismo de reintegración, sino a través de una conversión personal a Dios.
Así, pues, para los cristianos, la realidad no es algo indefinido donde la muerte es una especie de espejismo y donde las almas circulan constantemente del más allá al más acá y viceversa, sobre el fondo inmutable y frío del Ser Absoluto.
Nosotros creemos en un Dios que crea la vida y nos la regala amorosamente a cada uno como valor absoluto. La muerte puede acabar con nuestra condición biológica actual, pero no puede extinguir la vida que nos llega desde Dios. El Creador de la vida es más fuerte que la muerte. Dios no es «un Dios de muertos, sino de vivos». Él nos resucitará para la vida eterna. Esta esperanza es «la roca de nuestro corazón».
Definitivamente, la Biblia menciona una noción de resurrección; pero esta, es, de muchas formas, diferente de la reencarnación (o transmigración). La reencarnación es un renacer en una nueva forma de existencia que puede ser totalmente diferente de la primera forma. Por ejemplo, un humano podría reencarnarse en un animal, como una vaca. Y la vaca es una forma totalmente diferente a una humana.
Por otro lado, en una resurrección el ser humano permanece como un ser humano. La noción judeo/cristiana de la resurrección es una transformación del cuerpo en una forma de existencia inmortal, y existe una relación entre el cuerpo físico que muere, y el cuerpo que es físicamente resucitado a la inmortalidad. El cuerpo que muere, es el mismo cuerpo que es resucitado; solo que es transformado. Pero la resurrección es física.
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