“Jesús lloró”
Juan 11:35 (NVI).
Hubo un detonante en los últimos meses de mi vida, que me llevó a buscar al
Señor con mucha más fuerza y pasión. Satanás lanzó un golpe bajo que pudo, sin
la intervención divina de Dios, destruir a mi familia; pero con mi voz más
audible puedo decir que triunfó el amor.
Una amiga que amo con todo mi corazón me enseñó a orar. Sí, antes lo hacía y pensaba que lo hacía bien, no en vano he obtenido respuesta a muchas de las peticiones que he elevado al cielo; pero jamás había sentido tanto la necesidad de compenetrarme con mi yo interior, con el Jesús que habita dentro de mí como lo hago ahora.
Una amiga que amo con todo mi corazón me enseñó a orar. Sí, antes lo hacía y pensaba que lo hacía bien, no en vano he obtenido respuesta a muchas de las peticiones que he elevado al cielo; pero jamás había sentido tanto la necesidad de compenetrarme con mi yo interior, con el Jesús que habita dentro de mí como lo hago ahora.
No me da vergüenza reír, cantar, tener largas conversaciones con Él sobre lo que me angustia, me preocupa o me emociona, ya que sé que está ahí, a mi lado, y sé también, que no se aburre de mis tertulias, muchas veces cargadas de quejas; para todo tiene una respuesta y su toque especial de paz y tranquilidad reconforta mi corazón y me llena de alegría.
De rodillas he decidido librar mi batalla, gritarle a Satanás que no tiene
poder ni autoridad sobre mi familia, y que es un enemigo vencido que no tiene ninguna oportunidad de ganar. Lloro y le entrego a mi Padre lo que me duele porque soy
frágil y débil, y Él me ha prometido perfeccionarme en mi debilidad, además
de hacer de mí una mujer valiente, guerrera y digna de su amor.
No somos de madera, somos seres humanos que sentimos y
precisamos tiempo para que nuestras heridas sanen. Avanzamos, perdonamos, y no
olvidamos con el único objetivo de rectificar nuestro camino y no volver a
cometer los errores del pasado. Con nuestra alma enferma, muchas veces por la
rabia y la impotencia ante situaciones que no está en nuestras fuerzas cambiar,
nos acercamos al Todopoderoso como lo hizo Jesús, al orar en Getsemaní:
“«Es tal la angustia que me invade, que me siento morir… Yendo un poco más allá, se postró sobre su rostro y oró: «Padre mío, si es posible, no me hagas beber este trago amargo. Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú»”. (Mateo 26:38-42 NVI)
No tiene nada de malo desahogar mis penas en la presencia de quien me ama
más que a su propia vida y que hará todo lo posible por verme feliz y
realizada. No siempre son lágrimas de dolor o frustración, porque otras
veces corren por mis mejillas como muestra de agradecimiento por su
misericordia y perdón hacia mí.
Con duras palabras alguien me dijo una vez que no debía cuestionar su intimidad con Dios, que eso era asunto suyo, y hoy puedo decir que tenía razón. Nuestra relación personal con el Señor nace de nuestra necesidad de consuelo, apoyo, afecto entrañable; unidos a Él en alma y espíritu, sin egoísmo o vanidad, con humildad, considerando a los demás como superiores a nosotros mismos, velando no solo por nuestros propios intereses, sino también por los intereses de los demás (Filipenses 2:1-11 NVI). Absolutamente nadie tiene derecho a señalarte o juzgarte por hacerlo.
Por mi parte, no pararé hasta que Él y yo seamos uno solo, porque conozco y entiendo que el verdadero sacrificio que le agrada a Dios es el acercarse a Él con un espíritu quebrantado y arrepentido, y con la plena esperanza, fe y confianza de un futuro maravilloso conforme a su voluntad buena, agradable y perfecta… Persistir en la oración es la clave y no desistiré hasta lograrlo.
“El que
con lágrimas siembra, con regocijo cosecha. El que llorando esparce la semilla,
cantando recoge sus gavillas”.
(Salmos 126:5-6 NVI)
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