Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo vendré, y me presentaré delante de Dios? Salmo 42:2
¡Dios, Dios mío eres tú! ¡De madrugada te buscaré! Mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela en tierra seca y árida donde no hay aguas, Salmo 63:1
¡Dios, Dios mío eres tú! ¡De madrugada te buscaré! Mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela en tierra seca y árida donde no hay aguas, Salmo 63:1
Tener “sed de Dios”. ¡Qué intensa necesidad; qué sorprendente expresión! Es la necesidad que hay en lo más profundo del corazón de cada uno de nosotros. Pero, ¿de qué Dios tenemos sed? ¡Del Dios vivo! Éste no es solo un Dios que existe, sino el Dios que da la vida, que habla y escucha; es el Dios que actúa en la historia de los hombres y en nuestra propia historia. No es un dios lejano que no se interesa en los hombres, sino un Dios muy cercano que se revela por fe.
Orar a Dios como al Dios viviente es reconocer que tiene el poder de liberarnos del miedo y del mal. También es tomar conciencia de que Él conoce todo lo que hacemos e incluso lo que pensamos. ¡No podemos esconderle nada!
Pensar en el Dios vivo puede atemorizar al que no está en regla con Él e incluso aterrorizarlo. ¡Pero qué fuente de paz y de confianza para el que va a Dios por medio de la fe! Dios se revela de una manera... tan real, tan profunda, que la expresión “Dios viviente” viene a los labios del creyente cuando expresa su ardiente deseo de comunión con su Dios (Salmos 42 y 84).
Cuando por la fe experimentamos la presencia de Dios, nos inclinamos con respeto y amor, cautivados por su grandeza.
“Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía” (Salmo 42:1).
“Anhela mi alma y aun ardientemente desea los atrios del Señor; mi corazón y mi carne cantan al Dios vivo” (Salmo 84:2).
“Anhela mi alma y aun ardientemente desea los atrios del Señor; mi corazón y mi carne cantan al Dios vivo” (Salmo 84:2).
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