Estimada
es a los ojos del Señor la muerte de sus santos (Salmo
116:15).
Mi madre, tan digna y correcta toda su vida, estaba
ahora en la cama de un geriátrico, cautiva de la ancianidad debilitante. Su
estado en deterioro contrastaba con el hermoso día primaveral que se veía tentador al otro lado de la ventana.
Por más que nos preparemos emocionalmente, nunca
estamos verdaderamente listos para la sombría realidad del adiós. ¡Qué humillante que es la
muerte!, pensé.
Desvié la mirada al comedero para aves de fuera de la
ventana. Un pinzón se acercó a comer unas semillas. Al instante, me vino a la
mente un pasaje: «ni un solo gorrión cae a tierra sin que el Padre lo
sepa» (Mateo 10:29 NTV). Jesús les dijo esto a sus discípulos, al enviarlos a
una misión en Judea, pero el mensaje sigue siendo válido. «Más valéis vosotros
que muchos pajarillos», les aseguró (verso 31).
Mi mamá se despertó y abrió los ojos. Volviendo a su
infancia, usó un afectuoso término holandés y declaró:
«¡Muti se murió!».
«Sí, respondió mi esposa. Ahora, está con Jesús».
Dubitativa, mamá siguió. «¿Y Joyce y Jim?», preguntó respecto a sus hermanos.
«También están con Jesús, dijo mi esposa. ¡Pero pronto estaremos con
ellos!».
«Es difícil esperar», susurró mamá.
Padre
celestial, esta vida es muy difícil y dolorosa. ¡Pero Tú prometes que
nunca nos dejarás ni nos abandonarás!
La muerte es
la última sombra antes del amanecer celestial.
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