lunes, 6 de marzo de 2017

Jesús calma una tempestad en el Mar de Galilea

  • La tempestad calmada (Mateo. 8:23-27, Marcos. 4:35-41, Lucas 8:22-25): Sucede en el Mar de Galilea. Jesús les dice a sus discípulos, "hombres de poca fe", ya que estos se atemorizan y piensan que perecerán.
Y entrando él en la barca, sus discípulos le siguieron.
Y he aquí que se levantó en el mar una tempestad tan grande que las olas cubrían la barca; pero él dormía. Y vinieron sus discípulos y le despertaron, diciendo: !Señor, sálvanos, que perecemos! El les dijo: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Entonces, levantándose, reprendió a los vientos y al mar; y se hizo grande bonanza. Y los hombres se maravillaron, diciendo: ¿Qué hombre es éste, que aun los vientos y el mar le obedecen? Mateo 8:23-27 Reina-Valera 1960 (RVR1960)

Esta escena que nos narra San Mateo, ocurre en el lago, en medio de una amenazante tempestad. Jesús duerme en la barca, mientras el terror se apodera de los discípulos. Cristo calma la tempestad del mar, y lo que es más, calma la agitación del ánimo de sus discípulos, trémulos por cobardía.
Resultado de imagen de Jesús calma una tempestad en el Mar de GalileaLa tempestad es un fenómeno amenazante en la vida. La tempestad ocurre cuando la superficie tranquila del mar, o nuestra rutina diaria, se rompe en pedazos y las aguas se convierten en abismos que parece que se tragarán todo. El cielo estalla en alaridos, y se rasga en estruendos. Uno queda indefenso, mudo de espanto. Y hay otros fenómenos similares: a veces lo que se rompe es la tierra, y la ola estremecedora de la sacudida del terremoto parece interminable. Otras veces es diferente la tempestad, o es otra la rotura igualmente amenazante: la tempestad de nuestro propio cuerpo, que se ha roto (que lleva dentro un cáncer devorador incontrolable, o los síntomas de una degradación cerebral irreversible) y nos deja ante un abismo que nos va a devorar sin compasión. La tempestad parece el tremendo poder de un planeta que se sacude, que parece encabritado, o que es de la materia de la que estamos hechos, y que parece que querría tragarse a nuestro espíritu.

Nuestra barca es muy pequeña, parece una cáscara de nuez ante el poder inconmensurable de los elementos desatados. ¡Claro está!, a no ser que esté Jesús en ella. A todos nosotros nos ha amenazado la tempestad, y en estos trágicos momentos Jesús parece dormido. Esto es lo peor: nuestro defensor está callado, no se da prisa por hacerse presente. Sin embargo, está. Eso quiere destacar este párrafo del Evangelio: que es importante que Jesús esté en nuestra barca. Porque, ¿quién se enfrentaría a una tempestad sin la fuerza de la fe?
Cuando una persona sufre de alguna de estas “tempestades”, su barca sube y baja llevada por las olas, y pierde el sentido de la orientación: la vida le parece negra, pierde el rumbo y la ubicación. Hace falta mucha fuerza (Dios la da) para hacerse dueño de la barca y darse cuenta de que Jesús está en ella.

Jesús en el momento adecuado da su orden a la ominosa y soberbia tempestad, y ésta se calma, su furia se desvanece como se desvanece el humo. El mar vuelve a ser un espejo pacífico, la vida recupera la tranquilidad y el corazón recobra la serenidad. Es cuestión de ser consciente de la presencia de Jesús, que nunca está lejos. Con la fe se tiene la certeza de su presencia y su compañía. A veces la tempestad se calma no por un milagro espectacular, sino al encontrarle el sentido a la propia tempestad, al descubrir que nada ni nadie nos podrá tragar. Es el acto de fe el que hace que la fuerza de Jesús actúe, y que la tempestad pierda la fuerza que tiene para producirnos miedo, que pierda las garras con las que nos amenaza.

Vale la pena también reflexionar sobre el contraste: Jesús está dormido, relajado, tranquilo a pesar de la tempestad, y los apóstoles están aterrorizados ante la misma: dos formas diversas de estar ante la tempestad; hay quienes no permiten que la tempestad les entre en el alma, hacen que la tempestad quede fuera, y así su alma mantiene la superficie tersa de un lago tranquilo a pesar de todo.

San Pablo, reflexionando sobre la tempestad, dice: "¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?...Antes bien, en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó". (Romanos 8, 35-37). San Pablo, que pasó tantas tempestades personales, está seguro y tranquilo sabiendo que nadie le apartará de Cristo Jesús.






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