Un rey tenía un bufón que le aliviaba su alma en los momentos más difíciles. No existía una situación, por triste que fuera, que CERTERO, como solía llamarle cariñosamente por lo preciso que era cuando lo necesitaba, no pudiera transformar en alegría. Así pues, cuando las grandes fiestas, los banquetes, los eventos culturales y ni siquiera las emocionantes cacerías, que eran la predilección del monarca, podían sacarlo de la horrible depresión que le aquejaba de vez en cuando, la reina corría a buscar al simpático Certero, que era el único capaz de devolverlo a la normalidad.
El bufón se presentaba ante el rey con la usual y bien conocida frase por el monarca: -Aquí ha llegado la alegría, para que su majestad sonría – lo cual era suficiente para que aquel rostro, antes arrastrado por una gran pesadumbre, se reparara en solo unos minutos para mostrar, ahora, una imagen viva y complaciente.
Un día, de repente, la reina amaneció muerta, y sobre el rey cayó una tristeza tan grande que ni el propio Certero pudo controlar, quien en un último intento por levantarlo de aquella depresión sin consuelo, recibió a cambio maltratos de palabras y la expulsión del palacio.
Nuestro amigo Certero, sin familia ni lugar a donde ir, se fue a los sótanos del palacio hallando allí un rincón para vivir, como incógnito, alimentándose apenas de migajas. Pasó el tiempo, y aunque la comida no era tan suculenta como antes, ni mucho menos, el hecho de estar ocioso le hizo engordar bastante, y su cabello y barba crecieron tanto que no era reconocido.
Por otra parte, el rey no consiguió consuelo por la pérdida de su esposa, y no le quedó otra alternativa que la conformidad para continuar la vida y enfrentarse a sus deberes diarios. Un día, en uno de sus largos ratos de meditación, pareció encontrar una luz en el camino, y descubrió que el verdadero consuelo solo podría venir de parte de Dios; sin perder tiempo se bajó de su trono y postrándose en el suelo clamó a gran voz: -¡Señor, perdóname por haberte ignorado, sé que no soy digno de ti; mas por tu misericordia te pido que te apiades de mí! Si al menos me dieras otro bufón como mi querido Certero, te juro que nunca lo maltrataría.
Diciendo esto, se le ocurrió hacer un concurso de bufones y seleccionar al que más condiciones le encontrara. Acto seguido ordenó poner carteles durante una semana por toda la ciudad, anunciando el evento.
Diciendo esto, se le ocurrió hacer un concurso de bufones y seleccionar al que más condiciones le encontrara. Acto seguido ordenó poner carteles durante una semana por toda la ciudad, anunciando el evento.
Comenzó el evento, y los concursantes pasaban individualmente al salón del rey, hacían sus bufonadas y se retiraban, albergando la esperanza de ser seleccionados. De esta manera ya habían pasado nueve, y entraba el número diez. Era gordo, de pelo largo, sobre los hombros, y la barba hasta el pecho. Se inclinó con cortesía ante el monarca y después de la reverencia dijo: -Aquí ha llegado la alegría, para que su majestad sonría.
El rey palideció, pero pronto se incorporó: -¡Certero! Aún si fuera ciego, te reconocería por las palabras que, tan feliz otrora, me hacían. Y cayó al suelo de rodillas, gritando nuevamente a gran voz: -¡Gracias Señor!, ¿Por qué eres tan bueno conmigo?
Después de leer este cuento, mi querido lector, podemos llegar a la siguiente conclusión: ¿Cómo podría un creyente pensar que pudiera haber consuelo fuera de Dios? El monarca lo consiguió, no porque recuperase al bufón, sino porque puso su fe en el Señor todo poderoso, quien no le dio lo que él pedía, uno como el que perdió, sino mucho más, exactamente el mismo que había perdido.
Acuérdate de la palabra dada a tu siervo, en la cual me has hecho esperar. Ella es mi consuelo en mi aflicción, porque tu dicho me ha vivificado. Salmos 119:49-50.
Nunca se debe olvidar que Dios ha ordenado que su Palabra, hecha poderosa por el Espíritu, lleve consuelo, fortaleza y esperanza a sus fieles cuando ellos sufren pesar y aflicción.
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