El antídoto infalible contra el temor al rechazo, al futuro, a la soledad y al dolor por la falta de perdón no es una fórmula mágica, no es una pócima que se beba, no es un rezo u oración que se haga, ni nada por el estilo. El antídoto infalible contra estas cosas, es la actitud causada por una condición del corazón.
Cuando los diez leprosos escucharon que Jesús pasaba por su aldea, salieron a encontrárselo para pedir misericordia. Hicieron todo lo posible para que Jesús notara su presencia y se apiadara de ellos. El Maestro no solo se identificó con su necesidad, sino que además les otorgó la sanidad. Los envió a los sacerdotes como un acto de fe, pero también como una prueba, y mientras los leprosos iban a ver a los sacerdotes, fueron sanados.
Lo interesante de esta historia es lo siguiente: los diez leprosos tuvieron la fe suficiente para ir a ver a los sacerdotes, aunque solo uno tuvo la cortesía de regresar para dar las gracias. Llama la atención por qué Jesús no sanó directamente a los leprosos, sin más. Por qué no extendió Su mano hacia ellos y ordenó que la lepra se fuera, o por qué simplemente no les dijo: “Listo, chicos, por haber creído en mí todos son sanos. Váyanse en paz”. En vez de usar una de Sus ya conocidas maneras de sanar, hizo algo diferente; los envió a ver a los sacerdotes del pueblo.
¿Por qué lo hizo así? Seguramente, la razón por la cual el Maestro mandó a los leprosos a ver a los sacerdotes fue para poner de manifiesto que existe una lepra mucho más profunda y dañina que la lepra física: la lepra de la ingratitud. Solo uno de los diez tuvo el valor de regresar para decir: “¡Gracias! ¡Qué fácil es mover la boca para pedir un favor o una bendición!, pero, ¡cuán difícil es hacer lo mismo para agradecer!
La gratitud no es una acción momentánea, no es una palabra dicha como respuesta a una emoción ni es una expresión que viene y se va. La gratitud es una actitud provocada por una condición permanente del corazón.
Si Jesús hubiese sanado a los leprosos allí mismo, en el acto, a los diez les hubiera resultado muy cómodo decir: “Mil gracias, ¡qué felicidad! Jesús, eres lo máximo”. Sin embargo, esa gratitud quizás hubiese sido solo una expresión, relacionada más con la emoción y la sorpresa que con una auténtica actitud del corazón. En cambio, hacerlos ir hasta donde estaban los sacerdotes implicaba acción y movimiento. Quien quisiera regresar a dar las gracias debía hacer un mayor esfuerzo, debía caminar o correr. Implicaba una acción que involucraba todos sus sentidos. La verdadera gratitud es eso: una actitud que involucra la mente, la voluntad y las emociones. Aunque los diez leprosos fueron sanados de la lepra física, solo uno recibió más que eso. Recibió el favor de Dios y una dimensión de bondad mucho más grande que la de una simple sanidad. Eso es justamente lo que hace la gratitud en nuestras vidas: nos da una dimensión más amplia del favor, en este caso de Dios, es decir, una especie de pasaporte para vivir en un nivel más alto de la gracia divina. Los diez leprosos recibieron curación de su lepra física, pero casi todos tuvieron que seguir soportando el peso destructivo y humillante de una lepra aún mayor: la lepra de la ingratitud.
El único antídoto verdadero para no caer en el temor al rechazo, al miedo al futuro, a la oscura prisión de la soledad y al triste y putrefacto lodazal del odio y el resentimiento, es cultivar una actitud de gratitud, es conocer y experimentar diariamente el poder sanador e inmunizante de la gratitud. Cuando comprendes la importancia de ser agradecido, ves los beneficios o bendiciones en su verdadera dimensión, aprendes a vivir en la realidad de Dios. La gratitud agudiza los sentidos para que veamos la realidad con claridad y no seamos engañados, confundidos o intimidados por las circunstancias o las personas.
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