domingo, 10 de abril de 2016

Evangelizando al mundo sin Cristo

Jerusalén era un hervidero de personas. El sol quemaba los rostros de los transeúntes que sin pedir permiso se abrían paso. El río humano iba y venía, no tenía una dirección determinada. A los costados, en las casas de barro y madera, se amontonaban los vendedores. Ofrecían una variada gama de productos. Generalmente, eran comidas para el viaje. Decenas de parroquianos regresarían esa misma tarde, después de los servicios de adoración a Dios, a sus respectivas provincias.
El hombre abordó el carruaje. No prestó atención a un comerciante que le ofrecía telas a muy buen precio. “Estoy afanado”, se limitó a decirle mientras le apartaba con cortesía. “Vamos”, ordenó a quienes guiaban el ostentoso vehículo de tracción animal. Le quedaba un largo viaje, de varios días, hasta llegar a su destino final: Etiopía, en África. Allí servía a la reina de Candace.
Mientras avanzaban por el camino y poco a poco la ciudad iba quedando atrás, abrió un rollo de las Escrituras. Era el libro de Isaías. Dentro de sí sentía el deseo de saber más acerca del Dios del que había escuchado muchas maravillas. En su corazón palpitaba el anhelo de encontrarle sentido a la vida.
Iba tan ensimismado, que no se percató del hombre que se acercaba corriendo. Le dijo: “Pero, ¿entiendes lo que lees? Él dijo: ¿Y cómo podré si alguno no me enseñare? Y rogó a Felipe que subiera y se sentara con él…”(Hechos 8:29-31).
Con esta sencilla descripción comienza uno de los pasajes más apasionantes del Nuevo Testamento, en el que de manera sencilla y práctica, aprendemos principios de suma importancia para adelantar la evangelización de quienes no conocen al Señor Jesús como su único y suficiente Salvador.

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