lunes, 19 de diciembre de 2016

Supervivientes

“A los casados les doy la siguiente orden (no yo sino el Señor): que la mujer no se separe de su esposo. Sin embargo, si se separa, que no se vuelva a casar; de lo contrario, que se reconcilie con su esposo. Así mismo, que el hombre no se divorcie de su esposa”.
(1 Corintios 7:10-11 NVI)
Vivimos en un mundo de apariencias, en el que cualquiera que vea nuestras fotos en las redes sociales diría que somos una pareja casi perfecta, que no tenemos problemas y que jamás discutimos.
No podemos quejarnos, realmente hemos sido bendecidos con una hermosa familia, tenemos un trabajo que llena nuestras expectativas profesionales y lo más importante, sentimos en cada instante el respaldo de nuestro Dios en todos nuestros proyectos.
Sin embargo, el matrimonio es una aventura extrema; unos días son tranquilos, hay armonía, te sientes muy bien junto a tu esposo y otros, se desata una verdadera tormenta eléctrica que termina por separarnos a causa de la tensión, la incomodidad, la rabia y la decepción, cuando las cosas no salen como esperábamos.
Mi esposo suele decir que los primeros diez minutos del día son los más especiales, y que después de ese tiempo, mantenernos sin dar pie a contiendas y disensiones es todo un reto. Para que esto funcione, cada uno debemos asumir el rol que nos ha sido asignado con responsabilidad y compromiso, y reconocer que solos no podemos, que necesitamos la guía del Espíritu Santo para poder vencer nuestros temores, inseguridades y falta de perdón.
Sí, el divorcio suele ser nuestra primera salida a las dificultades. Yo ya perdí la cuenta de las veces que hemos pensado en hacerlo, porque la misión de Satanás es destruir la familia y sembrar dudas en nuestra mente, para hacernos caer en el abismo que lleva al desamor y a la separación definitiva; pero cuando recuerdo mis votos matrimoniales en los que prometí perdonarlo las veces que fuera necesario, entiendo que mi compromiso fue con el Señor y debo esforzarme por cumplir mi palabra.
No sería posible continuar, si Dios no fuera esa tercera cuerda que nos une. Las pruebas que hemos superado han sido devastadoras, pero cuando el amor es firme, no el amor hacia nuestro esposo, sino el amor hacia nuestro Dios, TODO es posible.
El hombre necesita a su lado una mujer que sea su ayuda idónea, que lo entienda, lo consienta, lo respete y lo haga sentir único y especial. No se trata de ser servil ni de convertirse en una esclava que atiende a su amo, pero sí que sienta que no encontrará en ningún otro lugar lo que como su esposa le ofreces.
Créeme, vale la pena luchar por tu matrimonio. Amar es una decisión, es una sabia elección tomada por una mujer valiente, dispuesta a nadar en contra de la corriente por su propia felicidad.
Casarte con el hombre con el que hoy convives no fue un error. Es una verdadera equivocación no unir fuerzas para sobrevivir y salir victoriosos juntos, de la mano, sin soltarse, avanzando con la mirada puesta hacia la meta. Valora lo bueno y admirable antes de exaltar los defectos; dale la oportunidad a Dios de hacer lo que para ti es imposible. Ora por él, anímalo, apóyalo, mímalo, sé fuente de bien y no de mal; verás la mano de Dios posarse sobre ti y tu familia, y tu dignidad e integridad jamás serán vulneradas, porque contarás con el favor de aquel que te da la vitalidad necesaria para no desfallecer y rendirte ante la vida.

“«Yo aborrezco el divorcio -dice el Señor, Dios de Israel-, y al que cubre de violencia sus vestiduras», dice el Señor Todopoderoso. Así que cuídense en su espíritu, y no sean traicioneros”.

(Malaquías 2:16 NVI)

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