El Dios que se reveló a Job es el que enseña a volar al águila, el que domina todos los elementos y el que sufrió más de lo que lo hizo cualquier ser humano. Él asumió el dolor y la angustia que cada uno de nosotros conoce; nadie puede darle lecciones a Dios acerca del sufrimiento, porque en su humanidad cargó sobre sí mismo todo el dolor que el pecado ha esparcido alrededor del Globo. Aunque, entre los hombres, solo nosotros conocemos nuestros propios dolores y tristezas, Jesús, en la Cruz, los experimentó todos.
El Dios que le preguntó a Job: “¿Supiste tú las ordenanzas de los cielos? ¿Dispondrás tú de su potestad en la tierra?” (Job 38:33) es más increíble cuando notamos que, si bien Él creó las “ordenanzas de los cielos”, tomó sobre sí la carne terrenal y, en ella, murió "para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo” (Hebreos 2:14).
Visto a través de la Cruz, el libro de Job tiene más sentido, porque la Cruz resuelve muchas preguntas que ese libro de Job deja sin respuesta. Y la gran pregunta es lo justo que es Dios en el cielo mientras Job, en la Tierra, sufre solamente para ayudar a refutar las acusaciones de Satanás. La Cruz muestra que, por mucho que haya sufrido Job o cualquier ser humano, nuestro Señor voluntariamente sufrió mucho más que cualquiera, a fin de darnos la esperanza y la certeza de la salvación. Job vio a Dios como el Creador, mientras que después de la Cruz, lo vemos como el Creador que llegó a ser nuestro Redentor (Filipenses 2:6-8); y esto tuvo que sufrir por causa del pecado más que ningún ser humano, incluyendo a Job. Así como Job, ¿qué podemos hacer ante este panorama, sino exclamar: “Me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job 42:6)?
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