En tiempos de Oliver Cromwell, estratega militar y parlamentario inglés del siglo 17, un joven bajo su mando fue condenado a muerte por una falta menor. Su ejecución debía realizarse a la hora de queda del día señalado.
La novia del joven soldado suplicó a los jueces que al menos perdonaran la vida de su amado, pero sus ruegos fueron inútiles y la sentencia permaneció invariable.
Desesperada, fue a ver al anciano campanero a ver si le convencía de no dar el toque que señalaría la ejecución. Pero nada podía desviarlo de su deber.
El día de la ejecución, en un último intento de salvar al que amaba más que a sí misma, la novia subió al campanario y se escondió hasta la tarde. Al crepúsculo, el campanero llegó a realizar su tarea. Entonces la novia se aferró al badajo, envolviéndolo con su cuerpo, y esperó en angustioso silencio. El viejo empezó a tirar de la cuerda, y ella, prendida del badajo y sacudida sin misericordia, absorbió en su cuerpo los golpes del pesado hierro, enmudeciendo la gran campana.
El campanero, en su sordera, no se dio cuenta de que sus esfuerzos no rendían sonido alguno. Él siguió tirando de la cuerda, cumplió sus acostumbrados toques y se fue de la iglesia.
Apenas salió, la joven, golpeada y sangrante, bajó del campanario y corrió al lugar de la ejecución. Allí, Cromwell esperaba impaciente el toque de la campana. Echando una mirada hacia su amado, la novia se tiró a los pies del general y confesó lo que había hecho.
Él le oyó y, viendo su vestido roto y manchado y su cuerpo contusionado, se conmovió profundamente por tal muestra de amor. Le dijo: -Vete, tu novio vivirá. El toque no se oyó.
Tanto impresionó tal abnegación al severo Cromwell que anuló la sentencia y dejó al prisionero en libertad.
Sería imposible medir el agradecimiento del joven soldado hacia su novia. ¡Fue salvado de la muerte con el coste de los sufrimientos de su amada!
¿La historia no nos recuerda las palabras del profeta Isaías cuando nos habla del Señor Jesucristo, herido y molido por nuestros pecados? Nosotros también fuimos condenados a muerte eterna bajo una sentencia inflexible. Pero en su maravilloso amor por el pecador, el Señor Jesucristo vino a salvarnos con el coste de su vida. Él trajo la salvación para que los pecadores fuéramos liberados de la muerte. ¡Y esto cuando aún éramos sus enemigos!Él fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados…y por sus llagas fuimos nosotros curados. (Isaías 53:5)
Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. (Romanos 5:8)
¿Qué debe hacer usted, amigo, después de haber leído esta conmovedora historia?
Si no ha recibido el perdón de sus pecados y la vida eterna, puede decirle ahora mismo a Jesucristo: Señor, creo que Tú moriste en esa cruz por mí, pecador como soy. Quiero darte las gracias, y te recibo como mi Salvador personal.
¿Por qué no hacerlo ahora?
Si ya ha recibido usted al Salvador, dele nuevamente las gracias por su amor y porque murió por usted. Recuerde que Él resucitó y le oye cuando se dirige a Él.
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