domingo, 24 de julio de 2016

Identidad perdida

La relación entre Dios Creador y las criaturas había sufrido un daño irreversible, y solamente podría ser restaurada por la intervención del Señor.
La visita de la Luz del mundo a los hombres debería haber sido motivo de profundo regocijo entre las personas. No obstante, Juan revela una reacción muy diferente a la esperada. De los versos 7 al 11 de Juan 1 ¿Cuál fue la reacción de los hombres? ¿Qué indica esto acerca de nuestra condición como pecadores? ¿Qué debe suceder para que seamos capaces de ver la luz que brilla en las tinieblas? 
La descripción que nos ofrece Juan acerca de la persona de Cristo pareciera dirigirse hacia un desenlace natural: la luz que tanto necesita el mundo se presenta entre nosotros e "ilumina a todo hombre" (verso 9). Estos, extasiados porque finalmente han encontrado lo que tanto tiempo han buscado, reciben con gratitud la presencia de la luz y reordenan sus vidas conforme a la visión que ahora poseen. El relato de este evangelio, sin embargo, da un giro inesperado. Existía la luz verdadera que, al venir al mundo, alumbra a todo hombre. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por medio de El, y el mundo no lo conoció. A lo suyo vino, y los suyos no lo recibieron (versos 9-11).
Él es la respuesta a todas nuestras preguntas, el objeto de nuestros más profundos anhelos, la razón por la que existimos.

La llegada del Mesías representa una oportunidad sin igual en la historia de la humanidad. No se trata de conocer a alguien que puede auxiliarnos a la hora de descifrar los misterios de la vida, sino a uno que nos ofrece la posibilidad de entrar en contacto con Aquel de quien fluye la existencia de todo lo que habita en el universo. Él es la respuesta a todas nuestras preguntas, el objeto de nuestros más profundos anhelos, la razón por la que existimos.

Frente a la extraordinaria posibilidad que esto representa, los textos que acabamos de leer revelan una tragedia de incalculables proporciones. Juan afirma que el mundo no lo reconoció. Se entiende por esto que la desfiguración sufrida por el pecado ha sido tan profunda y absoluta, que el pecador ya no reconoce en su Creador ninguna similitud con su propia persona. La distancia que lo separa de Aquel que dio inicio a la vida es tan enorme, que ya no guarda ningún registro de lo que alguna vez significó haber sido creado a imagen y semejanza de Dios. 

La misma actitud es la que identifica el apóstol Pablo en su carta a la iglesia en Roma: NO HAY JUSTO, NI AUN UNO; NO HAY QUIEN ENTIENDA, NO HAY QUIEN BUSQUE A DIOS. ROMANOS 3.11 A pesar de nuestra convicción de ser personas que buscamos a Dios, la verdad es que Cristo no es bienvenido entre aquellos que moran en las tinieblas. La relación entre el Creador y las criaturas ha sufrido un daño irreversible, que solamente podrá ser restaurada por la intervención directa del Señor.
Por esto, podemos afirmar que no es por iniciativa propia que nos acerquemos a Dios, sino siempre como respuesta a los pasos que Él toma en nuestra dirección. Este principio es importante para el ejercicio de una vida espiritual sana, porque nos sitúa en el plano que nos corresponde, el de gente que reacciona ante la intervención divina. Recordarlo servirá para mantener, en todo momento, una actitud de profunda gratitud por la incomparable gracia de nuestro Señor.

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