Cómo líder, sus lecciones más dramáticas y efectivas pueden ser dadas sin el uso de palabras.
Les he puesto el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo he hecho con ustedes. Ciertamente les aseguro que ningún siervo es más que su amo, y ningún mensajero es más que el que lo envió. Juan 13:15-16
Imagine por un momento que Jesús hubiera enseñado principios de la misma manera que nosotros lo hacemos. Primeramente, hubiera anunciado con bastante antelación la fecha de un "seminario sobre servicio", para que los discípulos fueran reservando la fecha e, incluso, invitando a algunos otros interesados. En privado, Cristo dedicaría largas horas a estudiar los textos bíblicos acerca del tema del servicio, preparando cuidadosamente sus argumentos a favor de los diferentes aspectos de este tema.
En la fecha establecida, los hubiera reunido y habría compartido los resultados de sus estudios, presentando grandes evidencias sobre la importancia del servicio. No hubiera terminado su lección, sin una seria exhortación a que los discípulos buscaran practicar lo que habían escuchado en "clase".
El entendimiento de cada discípulo no se apartó de lo que el Señor había querido enseñar.
Por supuesto que hay una enorme diferencia entre nuestra forma de capacitar a los santos, y la manera que Cristo utilizó para enseñar y formar a sus discípulos. Su estrategia fue la de no anunciar nada. No preparó a los discípulos con un discurso. No les dio ninguna explicación acerca de lo que iba a hacer. En el momento menos esperado, cuando todos estaban relajados y disfrutando de la cena, se levantó y comenzó los preparativos para lavarles los pies.
¿Se imagina las miradas entre los discípulos? ¿Qué se proponía hacer ahora este Maestro tan poco convencional? Habiendo terminado los preparativos, comenzó a lavarles los pies. Aún sus labios no ofrecían ninguna explicación. Los discípulos lo observaban, seguramente con una mezcla de vergüenza y curiosidad. Cuando a Pedro, el portavoz del grupo, le llegó el turno, se atrevió a cuestionar las acciones de Jesús. Precisamente en este momento, el Maestro les ofrece una explicación, pero es simple y no aclara absolutamente nada.
Cuando volvió a la mesa, Jesús se preparó para darles la conclusión de la lección que habían visto. Salvo por el diálogo con Pedro, no había pronunciado palabra alguna. Sin embargo, les acababa de enseñar una de las lecciones más dramáticas que habían aprendido en los tres años compartidos con Cristo.
No hace falta decir mucho más sobre el tema. Como líder, sus lecciones más dramáticas y efectivas pudieron ser dadas sin el uso de las palabras. Nosotros, sin embargo, tenemos una dependencia enfermiza en el uso de palabras como medio de enseñanza. Nuestras reuniones abundan de ellas. Los miembros de nuestras congregaciones están expuestos a una interminable sucesión de clases y predicaciones.
¿Cuánto de todo esto permanece? Posiblemente muy poco. Cristo agregó después palabras a su ejemplo, y el entendimiento de cada discípulo no se escapó de lo que el Señor había querido enseñar. Sus palabras fueron la conclusión perfecta a una lección que ya había sido grabada a fuego en sus corazones. Simplemente, les ayudó a procesar lo que ya habían visto.
Pensemos: ¿La educación? La verdadera educación consiste simplemente en preparar una serie de situaciones apropiadas para impartir la enseñanza.
En la fecha establecida, los hubiera reunido y habría compartido los resultados de sus estudios, presentando grandes evidencias sobre la importancia del servicio. No hubiera terminado su lección, sin una seria exhortación a que los discípulos buscaran practicar lo que habían escuchado en "clase".
El entendimiento de cada discípulo no se apartó de lo que el Señor había querido enseñar.
Por supuesto que hay una enorme diferencia entre nuestra forma de capacitar a los santos, y la manera que Cristo utilizó para enseñar y formar a sus discípulos. Su estrategia fue la de no anunciar nada. No preparó a los discípulos con un discurso. No les dio ninguna explicación acerca de lo que iba a hacer. En el momento menos esperado, cuando todos estaban relajados y disfrutando de la cena, se levantó y comenzó los preparativos para lavarles los pies.
¿Se imagina las miradas entre los discípulos? ¿Qué se proponía hacer ahora este Maestro tan poco convencional? Habiendo terminado los preparativos, comenzó a lavarles los pies. Aún sus labios no ofrecían ninguna explicación. Los discípulos lo observaban, seguramente con una mezcla de vergüenza y curiosidad. Cuando a Pedro, el portavoz del grupo, le llegó el turno, se atrevió a cuestionar las acciones de Jesús. Precisamente en este momento, el Maestro les ofrece una explicación, pero es simple y no aclara absolutamente nada.
Cuando volvió a la mesa, Jesús se preparó para darles la conclusión de la lección que habían visto. Salvo por el diálogo con Pedro, no había pronunciado palabra alguna. Sin embargo, les acababa de enseñar una de las lecciones más dramáticas que habían aprendido en los tres años compartidos con Cristo.
No hace falta decir mucho más sobre el tema. Como líder, sus lecciones más dramáticas y efectivas pudieron ser dadas sin el uso de las palabras. Nosotros, sin embargo, tenemos una dependencia enfermiza en el uso de palabras como medio de enseñanza. Nuestras reuniones abundan de ellas. Los miembros de nuestras congregaciones están expuestos a una interminable sucesión de clases y predicaciones.
¿Cuánto de todo esto permanece? Posiblemente muy poco. Cristo agregó después palabras a su ejemplo, y el entendimiento de cada discípulo no se escapó de lo que el Señor había querido enseñar. Sus palabras fueron la conclusión perfecta a una lección que ya había sido grabada a fuego en sus corazones. Simplemente, les ayudó a procesar lo que ya habían visto.
Pensemos: ¿La educación? La verdadera educación consiste simplemente en preparar una serie de situaciones apropiadas para impartir la enseñanza.
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