jueves, 3 de marzo de 2016

Los ojos fijos en Cristo

Las batallas más importantes de la vida se deciden interiormente, en el corazón.
Fijemos la mirada en Jesús, el iniciador y perfeccionador de nuestra fe, quien por el gozo que le esperaba, soportó la cruz, menospreciando la vergüenza que ella significaba, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios. Hebreos 12:2
Una de las características que distinguió a los héroes de la fe es que poseían la capacidad de ver lo que aún no existía. De hecho, todas estas personas murieron creyendo lo que Dios les había prometido. Y aunque no recibieron lo prometido, lo vieron desde lejos y lo aceptaron con gusto. Coincidieron en que es lo mismo ser extranjeros o nómadas aquí en este mundo. Transitaron por la vida con la vista puesta en algo que realmente era poco visible, pero ellos no solamente lo veían con nitidez, sino que también les proveía de una intensa motivación para seguir adelante.
La visión del momento en que se cruza la meta es uno de los más fuertes estímulos que posee el atleta. Durante gran parte de la carrera, la maratón, que tiene 42 km de extensión, ni siquiera puede imaginar la línea de llegada de lo lejos que está. No obstante, toda persona que ha participado en semejante competencia, conoce la forma en que la mente ve, una y otra vez, ese momento de intensa emoción y satisfacción personal que solo se experimenta al cruzar la línea de llegada. Anticiparse a esa experiencia, saborearla de antemano, es, en ocasiones, la única herramienta que tiene el corredor para no abandonar la competición. La persona con visión ve lo que otros no ven.


Del mismo modo, el discípulo que ha emprendido un camino en respuesta al llamado de su Señor, requiere de algún estímulo para seguir adelante. El autor de Hebreos sugiere que este estímulo lo recibimos al mantener los ojos firmemente puestos en la persona de Jesús. La experiencia de Pedro cuando caminó sobre las aguas, nos recuerda lo vital que resulta este ejercicio. En cuanto dejamos de mirar al Señor, las dificultades y tormentas que nos rodean nos llenan de temor y comenzamos a hundirnos. 

La mejor ilustración de esta disciplina nos la da el mismo Jesús. Su momento de máxima crisis fue en Getsemaní. Allí confesó a sus discípulos su fuerte deseo de abandonar la carrera: Mi alma está destrozada de tanta tristeza, hasta el punto de la muerte… (Mateo 26.38 - NTV). Y apeló al cariño que le tenían para que lo acompañaran en tan difícil momento. Él, por su parte, se apartó y se concentró en la intensa batalla que se había apoderado de su corazón; una batalla entre el deseo de hacer la voluntad del Padre y el deseo de hacer la voluntad propia. Finalmente, logró lo que hacía falta para seguir en carrera: apartó los ojos de la cruz y del sentimiento inminente de la agonía de la muerte, para fijarla en algo que lo inspiraba plenamente: el gozo del reencuentro con su Padre celestial.
La disciplina de volver a fijar los ojos en Jesús en los momentos más duros de la vida, es la que nos permitirá seguir avanzando con confianza. Requiere disciplina, precisamente porque en esos momentos la tentación de abandonar es intensa. Pero, ¡bienaventurados son los que deciden perseverar! 
  

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