“A las tres de la tarde, Jesús gritó a voz en cuello: Eloi, Eloi, ¿lama sabactani? (que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”)”
(Marcos 15: 34 NVI)
Hay momentos en los que quisiéramos gritar fuerte para poder desahogarnos de nuestra impotencia y desesperación. Hacer un alto en nuestra vida, no respirar por unos instantes, no escuchar absolutamente nada, permanecer inertes, y ser inmunes a lo que sucede a nuestro alrededor.
Pero recuerdo que soy una hija de Dios y me consume el anhelo de orar, ser escuchada y ver resueltas mis angustias en un abrir y cerrar de ojos. Me pregunto por qué mi mundo no puede ser como yo quiero que sea, por qué tengo que hacerle frente al desprecio, al desamor y a la humillación con la amargura guardada en mi corazón; una amargura que me hunde cada vez más por la futilidad de mis esfuerzos de sentirme plena, feliz y realizada en todas las áreas de mi vida.
Vienen a mi mente pensamientos negativos que amenazan con devolverme al punto inicial, aquel momento en el que tuve que decidir entre morir o vivir, llorar o sonreír, luchar o no hacer nada.
Quiero orar, pero no nacen de mi corazón palabras de amor. Aún así, me sostiene la esperanza, la ilusión, la fe en lo que aún no veo, en las promesas recibidas, en los deseos a cumplir y en la misericordia de Dios.
Sí, soy humana, imperfecta para la gloria de Dios. Como ustedes, me enfrento a pruebas, caigo y sangro, pero vuelvo a levantarme. No es fácil sentirse completamente sola aunque estés rodeada de personas, no es fácil empezar de nuevo, apartar la bruma y poder ver con claridad el plan de Dios.
Por un momento me di por vencida, me paralicé, sentí miedo, no supe qué hacer, y Dios vino a mí para susurrarme al oído que tiene todo bajo su control, que nada pasa por casualidad, que me ama y quiere lo mejor para mi vida, y que solo debo esperar el resultado de su intervención.
Debo concluir que no es con mis fuerzas como obtendré lo que me hace feliz, que negarme a mí misma es imposible, que transgredir mi integridad es cederle mi ciudadanía al infierno; permitir que mi dignidad sea pisoteada no es una opción. Y si he de morir, que sea por algo que valga la pena, o sea, Cristo, porque vivir únicamente para Él es lo que me garantiza vida en abundancia.
“Mi ardiente anhelo y esperanza es que en nada seré avergonzado, sino que con toda libertad, ya sea que yo viva o muera, ahora como siempre, Cristo será exaltado en mi cuerpo. Porque para mí el vivir es Cristo y el morir es ganancia”.
(Filipenses 1:19 – 21 NVI)
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