“Estas cosas os he hablado, dijo Cristo, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido”. Juan 15:11.
Cristo tenía siempre presente el resultado de su misión. Su vida terrenal, cargada de penas y sacrificios, era alegrada por el pensamiento de que su trabajo no sería inútil; dando su vida por la vida de los hombres, iba a restaurar en la humanidad la imagen de Dios. Iba a levantarnos del polvo, a reformar nuestro carácter conforme al suyo y embellecerlo con su gloria.
Cristo vio “del trabajo de su alma” y fue “saciado”. Tuvo en cuenta lo dilatado de la eternidad, y vio, de antemano, la felicidad de aquellos que por medio de su humillación recibirían perdón y vida eterna. Fue herido por sus transgresiones y quebrantado por sus iniquidades. El castigo que les daría paz, fue sobre Él, y por sus heridas, fueron sanados. Él oyó el júbilo de los rescatados, que entonaban el canto de Moisés y del Cordero. Aunque había de recibir primero el bautismo de sangre, aunque los pecados del mundo iban a pesar sobre su alma inocente y la sombra de un indecible dolor se cernía sobre Él, por el gozo que le fue propuesto, escogió sufrir la cruz y menospreció la vergüenza.
Transportado de dicha, (Adán) contemplaba los árboles que una vez fueron su delicia, los mismos árboles cuyos frutos recogiera en los días de su dicha e inocencia. Veía las vides que sus manos cultivaron, las mismas flores que se gozaba en cuidar en otros tiempos. Y entonces, su espíritu abarca toda la escena; comprende que en verdad, este es el Edén restaurado, y que es mucho más hermoso ahora que cuando él fue expulsado.
Al fin “verán su rostro y su nombre estará en sus frentes”. Apocalipsis 22:4. ¿Qué es la felicidad del cielo si no es ver a Dios? ¿Qué mayor gozo puede obtener el pecador, salvado por la gracia de Cristo, que el de mirar el rostro de Dios y conocerle como Padre?
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