El fruto del árbol de la vida que estaba en el jardín del Edén, tenía poderes sobrenaturales. Comer de él significaba vivir para siempre. Era el antídoto contra la muerte, sus hojas servían para mantener la vida y la inmortalidad… Pero después de la entrada del pecado, el Labrador celestial lo trasladó al Paraíso que está en el cielo.
Los santos redimidos que han amado a Dios y guardado sus mandamientos entrarán por las puertas de la ciudad, y tendrán derecho al árbol de la vida. Comerán de él con toda libertad, tal como lo hicieron nuestros primeros padres antes de su caída. Las hojas de ese árbol inmortal de amplia copa, serán para la sanidad de las naciones. Desaparecerán todos sus infortunios, y jamás volverán a sentirse los efectos de la enfermedad, la tristeza y la muerte, porque las hojas del árbol de la vida los habrán sanado. Jesús verá el fruto del trabajo de su alma y se sentirá satisfecho cuando los redimidos, que fueron objeto de angustias, fatigas y aflicciones, que gimieron bajo el peso de las calamidades, se reúnan en torno al árbol de la vida para comer de su fruto inmortal, del que nuestros primeros padres perdieron todo el derecho por haber quebrantado los mandamientos de Dios. Allí jamás habrá peligro de volver a perder el derecho al árbol de la vida, porque el que condujo a la tentación y al pecado a nuestros primeros padres será destruido en ocasión de la muerte segunda.
La condición para comer del árbol de la vida era obedecer todos los mandamientos, y Adán cayó por desobedecer… La obediencia a Dios confiere al hombre perfección de carácter y derecho al árbol de la vida. En el testimonio de Jesús a Juan están plenamente establecidas las condiciones para participar otra vez de ese fruto: “Bienaventurados los que guardan sus mandamientos, para que su potencia sea en el árbol de la vida, y que entren por las puertas en la ciudad” (Apocalipsis 22:14, Versión Valera antigua)
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