A Dios nadie lo vio jamás, y ningún ser humano puede verlo, porque mora en luz inaccesible. Sin embargo, quiere darse a conocer. En el Antiguo Testamento, Dios se reveló al hombre de una manera progresiva y en diferentes etapas. Abraham aprendió a conocerlo como el Todopoderoso. A su pueblo terrenal se dio a conocer como el Eterno, el Inmutable.
Luego, el Hijo de Dios vino al escenario de esta tierra como un verdadero ser humano, pero sin pecado. No vino como los profetas para traer un mensaje de Dios, sino que Él mismo, como Hijo, era el mensaje para nosotros. En los “postreros días” (Hebreos 1:2) Dios nos habló mediante la persona de su Hijo. En él, Dios mismo vino hacia nosotros.
“A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1:18). Él reveló a Dios tan perfectamente que se le puede llamar “la imagen del Dios invisible” (Colosenses 1:15). Con toda razón dijo: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9). Esta maravillosa revelación de Dios en el Hijo está formulada en el Nuevo Testamento. Así, en realidad, solo hay un mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre, quien se dio a sí mismo en rescate por todos. ¡Cuán necesario es que miremos más la faz de nuestro Salvador y Señor, para ver en Él la gloria de Dios!
“Mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria…” (2 Corintios 3:18).
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