La prueba más fundamental de la existencia de Dios está simplemente en lo que Él hizo. “Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que (los no creyentes) no tienen excusa” (Romanos 1:20). “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de Sus manos” (Salmos 19:1).
Si encontrara un reloj de pulsera en medio de un campo, no asumiría que simplemente “apareció” de la nada o que siempre existió. Basado en el diseño del reloj, asumiría que tenía un diseñador. De la misma forma, yo veo un diseño y una gran precisión alrededor de nosotros en el mundo. Pero nuestra medida del tiempo no está basada en los relojes de pulsera sino en la obra de las manos de Dios, como la rotación regular de la tierra y las propiedades radiactivas del átomo 133 de cesio. El universo despliega un grandioso diseño, y esto alega un Grandioso Diseñador.
Si encontrara un mensaje codificado, buscaría un criptógrafo que me ayudara a descifrar el código. En principio, supondría que hay un transmisor inteligente del mensaje, alguien que creó el código. ¿Cuán complejo es el “código” del ADN que llevamos en cada célula de nuestros cuerpos? ¿La complejidad y propósito del ADN no alegan un Escritor Inteligente del código?
Dios no solamente ha hecho un mundo físico complejo y finamente armonizado. Él también ha inculcado un sentido de eternidad en el corazón de cada persona (Eclesiastés 3:11). La humanidad tiene una percepción innata de que en la vida hay más de lo que el ojo capta, una existencia superior a esta rutina terrenal. Nuestro sentido de la eternidad se manifiesta de al menos dos formas: legislación moral de la ley y adoración.
Cada civilización, a través de la historia, ha valorado ciertas leyes morales, las cuales son sorprendentemente similares de cultura en cultura. Por ejemplo, el ideal del amor es apreciado universalmente, mientras que el acto de mentir es condenado también universalmente. Esta moralidad común, este entendimiento global de lo correcto y lo erróneo, apunta hacia un Ser Supremo Moral quien nos dio tales escrúpulos.
De la misma manera, la gente en todo el mundo, sin reparar en la cultura, siempre ha cultivado un sistema de adoración. El objeto de la adoración puede variar, pero el sentido de un “poder superior” es una parte innegable del ser humano. Nuestra propensión a la adoración, armoniza con el hecho de que Dios nos creó “a Su imagen” (Génesis 1:27).
Dios también se nos ha revelado por medio de la Biblia, Su Palabra. A través de la Escritura, la existencia de Dios es tratada como un hecho patente (Génesis 1:1; Éxodo 3:14). Dios no pasa mucho tiempo probando Su existencia en Su libro. La naturaleza de vidas cambiantes de la Biblia, su integridad, y los milagros que acompañaron a sus escritos, deberían ser suficientes para garantizar un libro más cercano.
La tercera forma en la que Dios se reveló, es a través de Su Hijo, Jesucristo (Juan 14:6-11). “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios…Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (Juan 1:1, 14). En Jesucristo “habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Colosenses 2:9).
En la vida maravillosa de Jesús, Él guardó perfectamente toda la ley del Antiguo Testamento, y llevó a cabo las profecías concernientes al Mesías (Mateo 5:17). Realizó innumerables actos de compasión y milagros públicos para autentificar Su mensaje y atestiguar de Su deidad (Juan 21:24-25). Luego, tres días después de Su crucifixión, resucitó, hecho confirmado por cientos de testigos oculares (1ª Corintios 15:6). O sea, el registro histórico es abundante en “pruebas” acerca de quién es Jesús. Como dijo el Apóstol Pablo, “No se ha hecho esto en algún rincón” (Hechos 26:26).
Aunque siempre habrá escépticos que tienen sus propias ideas referentes a Dios, y por consiguiente, van a refutar la evidencia. Además, siempre habrá algunos para quienes no hay prueba que los convenza (Salmos 14:1). Todo se reduce básicamente a la fe (Hebreos 11:6).
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