“No se olviden de practicar la hospitalidad,
pues gracias a ella algunos, sin saberlo,
hospedaron ángeles”
(Hebreos 13:2).
Ruth encontró en el buzón de su correo una carta sin sellos ni marcas, en la que solo iba su nombre y dirección. La carta decía: “Querida Ruth: Estaré en tu barrio el sábado por la tarde y pasaré a visitarte. Atte., con amor, Jesús”.
Las manos de Ruth temblaban y de inmediato pensó: “¿Por qué querrá venir a visitarme el Señor? No soy nadie en especial; ¡ni siquiera tengo qué ofrecerle! Tendré que ir al mercado a conseguir algo para la cena”.
Las manos de Ruth temblaban y de inmediato pensó: “¿Por qué querrá venir a visitarme el Señor? No soy nadie en especial; ¡ni siquiera tengo qué ofrecerle! Tendré que ir al mercado a conseguir algo para la cena”.
Así lo hizo, y con las pocas monedas que tenía compró alimentos. Al regresar a casa se encontró con dos personas que le aguardaban en el portal; eran un hombre y una mujer vestidos con harapos. El hombre dijo: “Disculpe, señora; no tengo empleo; mi mujer y yo hemos estado viviendo en la calle, y bueno, estamos con hambre, y tenemos frío. Si usted pudiera ayudarnos se lo agradeceríamos”.
Ruth los miró con recelo. Estaban sucios y olían mal. Entonces dijo: “Quisiera ayudarlos pero yo también soy pobre. Todo lo que tengo es esta bolsa de alimentos que acabo de comprar, pero un huésped importante me va a visitar hoy, y planeaba servirle esto a él.
Ruth los miró con recelo. Estaban sucios y olían mal. Entonces dijo: “Quisiera ayudarlos pero yo también soy pobre. Todo lo que tengo es esta bolsa de alimentos que acabo de comprar, pero un huésped importante me va a visitar hoy, y planeaba servirle esto a él.
“Sí, la entendemos, señora, dijo el pordiosero con la cabeza baja. Gracias de todos modos.” Y diciendo esto, tomó a su mujer y empezaron a andar. Pero Ruth no pudo más, sintió que su corazón latía con fuerza; corrió hacia ellos, y los detuvo con estas palabras: “esperen, llévense ésto; era para mi invitado especial, pero ya se me ocurrirá algo”. Y les entregó la bolsa con las compras; inmediatamente se sacó su abrigo y lo deslizó sobre los hombros de la mujer. Nuevamente se lo agradecieron y se marcharon.
Ruth se disponía a entrar en casa, satisfecha pero sin su abrigo, y ahora sí, sin nada que ofrecerle a su invitado: Jesús. Buscó la llave y mientras lo hacía, notó que había una nueva carta en el buzón. “Qué raro, se dijo, el cartero no viene dos veces en un día.” La tomó y la abrió. Su contenido decía: “Querida Ruth: ¡Qué bueno fue volverte a ver!… Gracias por la deliciosa cena, y gracias también por el hermoso abrigo. Con amor: Jesús”.
¡Cuántas veces usted o yo, regresando de una jornada de oración, o yendo a iniciar una, le hemos negado ayuda al indigente, al pordiosero que pasa a nuestro lado. Resulta que estamos tan preocupados en encontrarnos con Jesús en el templo, que no nos percatamos que ÉL estaba disfrazado como el pordiosero que acabamos de ignorar.Ruth se disponía a entrar en casa, satisfecha pero sin su abrigo, y ahora sí, sin nada que ofrecerle a su invitado: Jesús. Buscó la llave y mientras lo hacía, notó que había una nueva carta en el buzón. “Qué raro, se dijo, el cartero no viene dos veces en un día.” La tomó y la abrió. Su contenido decía: “Querida Ruth: ¡Qué bueno fue volverte a ver!… Gracias por la deliciosa cena, y gracias también por el hermoso abrigo. Con amor: Jesús”.
A veces, nuestra miopía espiritual no nos permite descubrir a Jesús, el mismo que algún rato después podría repetirnos: “tuve hambre, y no me diste de comer; tuve sed, y no me diste de beber; estuve sin ropa, y no me cubriste”. Y nosotros le preguntaremos extrañados: “Pero Señor, ¿cuándo te hemos visto con hambre, con sed, o desnudo? … y ÉL nos contestará: ‘Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de estos hermanos míos más humildes, por mí mismo lo hicieron.” (Mateo 25: 37-40)
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