Los sacerdotes del Antiguo Testamento fueron elegidos por Dios, no por elección propia; y fueron escogidos para un propósito: servir a Dios en sus vidas y agradarle por medio de ofrendas de sacrificios. El sacerdocio servía como una ilustración “tipo” del futuro ministerio de Jesucristo... ilustración que después ya no fue necesaria, una vez que Su sacrificio en la cruz fue consumado. Cuando el grueso velo del templo que cubría la entrada al Lugar Santísimo fue partido en dos por Dios, al momento de la muerte de Cristo (Mateo 27:51), Dios estaba indicando que el sacerdocio del Antiguo Testamento ya no era necesario. Ahora los creyentes podrían venir directamente a Dios a través del gran Sumo Sacerdote, Jesucristo (Hebreos 4:14-16). Ahora ya no hay mediadores terrenales entre Dios y el hombre, como existieron en el sacerdocio del Antiguo Testamento (1 Timoteo 2:5).
Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, ofreció un solo sacrificio por el pecado de todos los tiempos (Hebreos 10:12), y ya no queda más sacrificio que pueda ser hecho por los pecados (Hebreos 10:26). Pero así como los sacerdotes ofrecían otras clases de sacrificios en el templo, está claro en 1 Pedro 2:5, que Dios ha elegido a los cristianos “...para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo. ”1 Pedro 2:5-9 habla de dos aspectos del sacerdocio del creyente.
El primero es que los creyentes son privilegiados. Ser elegido por Dios para ser un sacerdote era, entonces, un privilegio. Todos los creyentes han sido elegidos por Dios: un “linaje escogido...pueblo adquirido por Dios” (verso 9). Pero en el tabernáculo y el templo del Antiguo Testamento, había lugares donde solo los sacerdotes podían ir. Detrás del grueso velo, en el Lugar Santísimo, solo el Sumo Sacerdote podía entrar, y únicamente una vez al año en el Día de la Expiación, cuando hacía ofrenda por el pecado a favor de todo el pueblo. Pero, por la muerte de Jesucristo en la cruz del Calvario, ahora todos los creyentes tenemos un acceso directo al trono de Dios a través de Jesucristo, nuestro Sumo Sacerdote (Hebreos 4:14-16). Qué privilegio el poder entrar directamente al mismo trono de Dios, no a través de algún sacerdote terrenal. Cuando Cristo regrese y la Nueva Jerusalén baje a la tierra (Apocalipsis 21), los creyentes verán a Dios cara a cara y le servirán ahí (Apocalipsis 22:3-4). Nuevamente, qué privilegio especial para nosotros, que antes no éramos “su pueblo”.... “sin esperanza” .... por ser destinados a la destrucción por nuestro pecado.
El segundo aspecto del sacerdocio de los creyentes es que somos elegidos para un propósito: para ofrecer sacrificios espirituales (Hebreos 13:15-16), y para anunciar las virtudes de Aquel que nos llamó de las tinieblas a Su luz admirable. Por lo cual, tanto por la vida (1 Pedro 2:5;Tito 2:11-14;Efesios 2:10) como por la palabra (1 Pedro 2:9;3:15), nuestro propósito es servir a Dios. Tal como el cuerpo de creyentes es el templo del Espíritu Santo (1 Corintios 6:19-20), así Dios nos ha llamado a servirle de todo corazón, por medio de la ofrenda de nuestras vidas como sacrificios vivos (Romanos 12:1-2). Un día estaremos sirviendo a Dios en la eternidad (Apocalipsis 22:3-4), pero no en cualquier templo, “... porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ellos...” (Apocalipsis 21:22). Así como el sacerdocio del Antiguo Testamento debía estar libre de contaminación, como se simbolizaba al ser limpiado en las ceremonias, así Cristo nos ha hecho santos ante el Padre. Él nos llama a vivir vidas santas para que también podamos ser un “sacerdocio santo” (1 Pedro 2:5).
En resumen, los creyentes son llamados “reyes y sacerdotes”, y cumplen un “real sacerdocio” como reflejo de su posición privilegiada como herederos del reino del Dios Todopoderoso y el Cordero. Por este privilegio de la cercanía con Dios, ningún otro mediador terrenal es necesario. En segundo lugar, los creyentes son llamados sacerdotes no por el hecho de que la salvación sea un “seguro contra incendios” para escapar del infierno. Más bien, los creyentes son llamados por Dios para servirle a Él por medio de la ofrenda de sacrificios espirituales, por ejemplo, siendo personas celosas de hacer buenas obras. Como sacerdotes del Dios viviente, todos debemos alabar a Aquel que nos ha dado el gran regalo de sacrificar a Su Hijo por nosotros, y como consecuencia, compartir esta maravillosa gracia con otros.
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