viernes, 17 de abril de 2015

El hombre más rico del valle

Un joven campesino se hallaba un día en el portal de su magnífica casa, contemplando el panorama de sus extensos terrenos. Había viajado a varios países y había visto muchos paisajes pintorescos y maravillosos, pero aquel bello día de verano, pensaba que nunca había recreado los ojos con vistas tan hermosas como las de su propia heredad.
—Todo esto es mío, se dijo.
Como el campesino rico de la parábola bíblica, él también se había provisto de todo lo material, menos para su alma inmortal. Carecía de los tesoros eternos y verdaderos mientras gozaba de abundancia en riquezas terrenales. Para él, el mundo del más allá era lo de menos.
Mientras se gozaba mucho pensando que era dueño de posesiones tan bellas, apareció un criado suyo con su caballo de montar. El joven patrón saltó a la silla y se alejó al galope. A poca distancia en el camino, trabajaba un empleado de la finca, el viejo Aurelio. El patrón se detuvo para charlar un rato con él. Aurelio sacó su merienda, se quitó su sombrero, y dio gracias al Dador de todo bien, cuando escuchó la voz del dueño.
—Hola, Aurelio, ¿Cómo estás hoy?
—¡Es usted señor!, contestó el viejito. —No le sentí acercarse. Es que estoy un poco sordo últimamente y me falla la vista también.
—Sin embargo, pareces estar muy feliz Aurelio.
—¿Feliz? ¡Cierto que si! Tengo muchas razones para sentirme feliz. Mi Padre celestial me da ropa y pan diario. Además tengo una manta y una buena cama donde descansar y,... mi buen amo, esto es más de lo que gozaba mi precioso Salvador cuando Él vivía aquí. Yo daba gracias a Dios por todas sus misericordias cuando Ud. llegó.
El joven rico miraba hacia el pobre almuerzo de Aurelio que consistía en unas pocas rebanadas de pan y un pedazo frío de cerdo frito.
—¿Y por ese bocado miserable tú dabas gracias a Dios?,... pobrecito. Por mi parte, yo estaría verdaderamente desilusionado si eso fuera todo lo que yo tuviera para almorzar.
—¿De verdad?, preguntó Aurelio, admirado. -Pero, quizás Ud. no sepa lo que a mí me endulza la vida.  Es la presencia de Cristo mi Salvador, en mi corazón. ¿Me permite Ud. mi buen amo, relatarle un sueño que tuvo anoche?
—Por supuesto, Aurelio. Cuéntame tu sueño, quisiera escucharlo.
—Pues, cuando adormecía, yo pensaba mucho en la Patria Celestial, y en todas las mansiones de allí que están preparadas para los que aman en verdad al Señor. De repente, me sentí trasladado a las puertas de la gloria. Me quedaron abiertas de par en par, y pude descifrar la ciudad bendita. ¡Oh señor!, ¡la gloria y la hermosura que vi jamás se podrían describir! Por supuesto, no fue más que un sueño, pero había una cosa que en particular tengo que decirle a Ud.
El patrón se sentía algo incómodo, como si quisiera alejarse, pero Aurelio, sin darse cuenta de ello continuaba…
—Yo sentí una voz que decía, “El hombre más rico del valle, morirá esta noche”, y después de aquello una música más maravillosa, un verdadero coro de “Aleluyas”, me deleitaba los oídos. Entonces me desperté.
—Mi buen amo, siguió Aurelio, —Aquellas palabras fueron dichas tan claras que no se me han olvidado, y me sentí obligado a decírselas. ¡Quizás constituyan un aviso!
El dueño se puso pálido, pero quiso disfrazar los temores que se apoderaban de él. - ¡Locura! exclamó, quizás tú creas en los sueños, pero yo no creo en eso. ¡Hasta luego!
Y se retiró apuradamente. Aurelio le contempló irse y oró, -¡Oh! Señor mío, ten piedad de su alma si él tiene que morir tan pronto.
Un par de horas después, el joven rico estaba de vuelta y al pasar por la puerta de su patio, su criado se acercó para ocuparse del caballo. Entrando apurado al salón de su casa, se echó sobre el sofá agotado y agitado.
—¡Qué necio soy en permitir que la charla simple de ese viejito ignorante me preocupe! “El hombre más rico del valle”, por supuesto, ese lo soy yo, pero eso de morir esta noche..., jamás en mi vida me he sentido tan bien. Por lo menos esta mañana me sentía muy bien, aunque ahora mismo tengo un dolor de cabeza algo raro, y el corazón me parece que no funciona muy bien. “Tal vez debo mandar buscar al médico.”
Por la tarde llegó el médico. El campesino, debido a su agitación, tenía fiebre pero no sabía explicar su malestar. El médico, después de examinarlo, se detuvo unas horas con él empleando toda su habilidad, con el fin de distraerlo y disipar sus pensamientos lúgubres. Sonaban las diez de la noche cuando el médico decidió irse, pero de repente el timbre de la puerta sonó. Su agudo sonido asustó a todo el mundo en la casa.
—¿A quién se le ocurrirá venir a esta hora de la noche?, preguntó el joven ansioso. Sus nervios alterados le avisaban de un mal presagio.
—Que me perdone el haberle molestado señor, le dijo un empleado de la hacienda. -Vine nada más para decirle que el viejo Aurelio murió de repente esta noche y le suplicamos a Ud. que tenga a bien atender el asunto del entierro.
¡Ya se había cumplido el sueño del viejito! Pero no fue el poseedor de los vastos terrenos fértiles, sino el pobre siervo que vivía en la humilde choza y daba gracias a su Padre celestial por su cuidado diario. ¡El viejito fue el “hombre más rico del valle!” Su alma redimida por la sangre de Cristo, había entrado triunfante por las puertas de la Ciudad Celestial. Así fue como entró en las riquezas eternas.
¿Cómo acontecerá con Ud.? ¿Posee Ud. tesoros celestiales como los que gozaba Aurelio? ¿Es el Salvador de Aurelio, su Salvador también? Dice la Santa Biblia, “Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?” (Mateo 16:26).
Asegúrese Ud. de poseer lo que es de más valor, sabiendo que “las cosas que se ven, son temporales, mas las que no se ven, son eternas”, como afirma la Palabra divina. Hay quien atesora para sí aquí, lo que por obligación tiene que ceder en el momento de dejar este mundo y entrar en el que viene. Es porque, como dice la Biblia, “no son ricos en Dios”. Nuestro Salvador habló de los “tesoros en el cielo”. ¿Será Ud. heredero de estos? Solo los que tienen la salvación y que son hijos de Dios tendrán estos tesoros. Esto lo somos solo, exclusivamente, por la fe en Cristo como nuestro Salvador personal. El Señor dijo, ”El que cree en mí, tiene la vida”, (1 Juan 5:12). Además la Biblia dice, “Sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús”, (Gálatas 3:26).
Entréguese a Jesucristo su Salvador, ahora mismo.

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