lunes, 30 de marzo de 2015

Creer en Cristo es tener vida

¡Den gracias al Señor! ¡Proclamen su nombre! Cuenten a los pueblos sus acciones. Canten himnos en su honor. Hablen de sus grandes hechos. Siéntanse orgullosos de su santo nombre. Siéntase alegre el corazón de los que buscan al Señor. Recurran al Señor, y a su poder; recurran al Señor en todo tiempo. Él es el Señor, nuestro Dios; él gobierna toda la tierra. Ni aunque pasen mil generaciones se olvidará de las promesas de su alianza (Salmo 105,1 – 4; 7 – 8). 
La ley nos dice lo que hemos de hacer pero no nos da vida (Gálatas 3,21]La vida nos viene de Cristo Jesús. Al creer en Él y ser bautizados en Él recibimos su Vida y su Espíritu, somos revestidos de Él, y desaparecen de nosotros, todas las divisiones provenientes de razas, de condición social o de sexo. Unidos a Cristo, todos, la humanidad entera se hace una en Cristo para presentarse cual hijo de Dios, en Hijo amado del Padre. Unidos a Cristo, nuestro alimento es hacer la voluntad del Padre Dios (Lucas 11,28), y la voluntad de Dios es que creamos en Aquel que Él nos ha enviado. No nos quiere solo fieles cumplidores de preceptos, aunque estos vengan directamente de Él; nos quiere unidos a Él mediante el único camino que nos lleva al Padre: Cristo Jesús; buscar otros caminos equivale a despreciar la salvación que Dios nos ofrece en su Hijo, hecho uno de nosotros y constituido en Salvación nuestra.   
No solo hemos de aceptar vivir la Palabra de Dios; la Palabra es el Hijo de Dios que toma posesión de nuestra vida y nos transforma en Él, para que su encarnación se prolongue por medio de su iglesia, a través de la historia. Hemos de pedir al Señor que nos conceda su gracia para que no volvamos a la esclavitud de la ley; ella ya cumplió su función de conducirnos a Cristo (Gálatas 3,23 – 27). Ahora hemos de vivir no bajo el régimen de la ley sino bajo el régimen de la gracia; y si cumplimos la ley, no es porque por eso vayamos a salvarnos, sino porque se ha convertido en una norma de comportamiento moral que nos ayuda a permanecer fieles al amor a Dios y al amor al prójimo, conforme a la voluntad del Señor. 
Jesús oró a su Padre Dios, pidiendo la unidad de todos los que creemos en Él para hacer creíble su doctrina, sus obras y su persona ante el mundo. Todos nosotros somos hijos de Dios por haber sido incorporados a Cristo Jesús; sin embargo, contemplamos muchas divisiones entre nosotros. Dentro del seno de la iglesia, se hace cada vez más distante y profunda la brecha entre ricos y pobres. Las ideologías sobre Cristo nos alejan a unos de otros. El Espíritu ha sido encadenado para que muchos sectores trabajen solo desde un aspecto meramente humanista, temporal, terrenal, sin visión de eternidad. Se hace más la voluntad del hombre que la voluntad de Dios. 
Pero El Evangelio no es el evangelio del hombre, sino sobre el hombre, es decir, lo que de nosotros hace Dios por medio de su Hijo hecho uno de nosotros. El Evangelio sobre el hombre nos hace descubrir el proyecto de Dios sobre nosotros y hacia dónde se dirigen nuestros pasos día a día; nos hace encontrarnos con Cristo y caminar con Él hacia nuestra plena realización con sabor de eternidad, viviendo en el amor fiel a Dios y a nuestro prójimo; no completamente desligados de lo pasajero y terrenal, pero sin privilegiar lo que solo es un instrumento de servicio, con el fin de que todos gocemos de los mismos beneficios y oportunidades; sabiendo que en el fondo, en este aspecto, lo más importante es el amor verdadero que tengamos a nuestro prójimo; amor que nace de la presencia de Dios en el centro de nuestro propio corazón. 
Pongamos nuestra confianza solo en Dios que nos ama, nos perdona y nos salva. A Él sea dado todo honor y toda gloria ahora y siempre; transformados así en Cristo, hechos uno con Él (Gálatas 3,28 – 29) daremos testimonio, con nuestro amor al prójimo, de que la Palabra ha llegado a su pleno cumplimiento en nosotros; entonces seremos bienaventurados a los ojos de Dios. 
Padre celestial, te doy infinitas gracias por tu plan de salvación. Merecía que me declarases culpable, pero me has perdonado, justificado y purificado. Con fe y gratitud te ruego que me conviertas en receptor digno de tu gracia maravillosa.

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