martes, 17 de febrero de 2015

¡Justicia!

Muchas son las veces que ante una gran injusticia, clamamos a Dios por justicia. Porque la traición duele, la pérdida de un ser amado duele, quedar sin trabajo injustamente, es doloroso. El maltrato y la violencia dejan terribles huellas en nuestro ser, pero también el rencor, la amargura, el dolor, y la angustia consumen el alma hasta desfallecer. Ese sentimiento nefasto, esa rara mezcla de clamor por justicia y un vehemente deseo de castigo a causa del mal cometido, carcome todo nuestro ser y ya no podemos vivir en paz.
Es cierto que en casos extremos de un hecho de violencia o terrible abuso, enmarcado en los límites de un delito, es mejor que el ofensor quede lo más pronto y por el mayor tiempo posible, retenido en una celda, privado de su libertad. El mero hecho de saber que continúa suelto con la posibilidad de volver a cometer el mismo acto, produce una gran angustia y temor en la víctima.
Pero a veces, esa justicia por la que tanto clamamos a Dios tarda más de la cuenta … o nunca parece llegar, a pesar de que cuando uno pide justicia a Dios, Él en su soberana Deidad, sabe hacer justicia y la hace. Lo que sucede es que cuando Él hace “JUSTICIA”, la hace no solo para el otro, sino también para ti. Y es que cada uno de nosotros, definitivamente, tiene cuentas pendientes con Él. Solo con el hecho de abrigar amargura constante dentro de nuestro corazón, a causa de la ofensa que nos hiere, ya estamos en pecado delante de Dios. Esa misma justicia que estamos reclamando contra el otro, también es aplicable a nosotros mismos.
En algún momento le dije a Dios: “Señor quita TODO lo malo que hay en mí”. Gracias por que no me hizo caso, de otra manera no estaría... ¡ya no estaría! Si Dios hubiera quitado todo lo malo que hay en mí, tal y como se lo pedí, simplemente, me habría sido borrado de la faz de la tierra. Gracias a Aquél que la buena obra empezó y es fiel para terminarla hasta el día postrero.
En un mismo sentido, cuando clamamos por justicia, lo primero que debemos hacer es arreglar nuestras propias cuentas con Dios. Y esto incluye un acto denominado “PERDÓN”. Pero en ese “PERDÓN” también estamos incluidos nosotros, o sea, tanto en lo pasivo como en lo activo. Es decir: necesitamos SER PERDONADOS, y para ser perdonados DEBEMOS PERDONAR.
Esto es aplicable incluso en la peor, en la más tremenda de las situaciones, toda vez que esa clase de perdón, que como seres humanos podemos ofrecer, no es “borrón y cuenta nueva”. No se trata de renovarle el crédito al ofensor, de entregarnos en sus manos para que nos siga maltratando, haciendo daño. Tampoco, de ninguna manera, liberarlo de culpa y cargo. Ese perdón que Dios nos exige como primera medida de su Soberana Justicia, es una DECISIÓN. Una decisión que liberará tu alma de las tenazas con las que el ofensor y su ofensa te han tenido esclavo, atrapado. Una renuncia literal a sentir odio, amargura; una renuncia literal a cualquier actitud de venganza o castigo por nuestra propia cuenta.
Hay quienes dicen: “he perdonado y sigo adelante”, cuando en realidad, continúan amasando el dolor durante años. Eso no es perdonar.

El perdón, en toda su dimensión, liberará tu alma de las cadenas del dolor, quitará toda raíz de amargura de tu corazón afligido, TE HARÁ LIBRE de las tenazas, del autor de la ofensa, te tenían cautivo y finalmente, pondrá el asunto en donde tiene que quedar: EN LAS MANOS DE DIOS.

Mía es la venganza, dice el Señor, yo daré el pago (Romanos 12:19)

ÉL SERÁ JUSTICIA

No hay comentarios:

Publicar un comentario