Nací en Venecia, al
norte de Italia, el 22 de marzo de 1917. A la edad de 10 años fui enviado a un
seminario católico romano en Piacenza; y después de 12 años de estudio,
recibí la ordenación al sacerdocio el 22 de octubre de 1939.
Dos meses después el
Cardenal R. Rossi, mi superior, me envió a América como sacerdote asistente de la
nueva iglesia italiana. En aquel tiempo mi único anhelo y ambición era complacer al papa.
Fue un domingo, en
febrero del año 1944, cuando por casualidad, sintonicé un programa
religioso. Mi teología fue violentada por un texto que oí. “Cree en el Señor Jesucristo y
serás salvo.” ¡Así que, pensé, ¡vaya!, ¡no es pecado contra el
Espíritu Santo creer que uno es salvo!
Pero cada vez que yo
veía el crucifijo grande sobre el altar, me parecía que Cristo me reprendía
diciéndome: “Tú estás robando dinero de gente pobre y trabajadora por medio de
falsas promesas. Enseñas doctrinas contrarias a mis enseñanzas. Las almas de los que
creen no van a un lugar de tormento, porque Yo he dicho: “Bienaventurados los muertos que de aquí en adelante,
mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos; porque
sus obras con ellos siguen” Apocalipsis 14:13. Continuaba, “Yo no necesito
repeticiones del sacrificio de la cruz porque mi sacrificio fue completo.
Mi obra de salvación fue perfecta y Dios la sancionó levantándome de entre los
muertos. “Porque con una sola ofrenda hizo
perfectos para siempre a los santificados.” (Hebreos 10:14) “Si vosotros, los
sacerdotes y el Papa, os arrogáis de poder para librar las almas del purgatorio a través de misas e indulgencias, ¿por qué esperáis hasta recibir una ofrenda? Si veis un
perro quemándose en el fuego, ¿esperáis a que el dueño os traiga 5 dólares para
sacar el perro de allí?”...
En esos momentos, en misa, no podía debatir con el Cristo en el
altar.
Cuando yo predicaba que
el papa era el vicario de Cristo, el sucesor de Pedro, la infalible roca sobre
la cual Cristo edificó su Iglesia, una voz parecía reprenderme y decirme: “Tú
viste al papa en Roma; su enorme y riquísimo palacio; sus guardias; los hombres
besándole los pies. ¿Crees en verdad, que él me representa? Yo vine a servir a
la gente; yo lavé los pies de los hombres; no tuve donde reclinar mi cabeza.
Mírame en la cruz. ¿Crees en verdad, que Dios ha edificado su iglesia sobre un
hombre, cuando la Biblia dice claramente, que el vicario de Cristo sobre
la tierra es el Espíritu Santo y no un hombre? (Juan 14.26)
“Esa roca fue solo
Cristo. Si la iglesia romana está edificada sobre un hombre, entonces no es MI
iglesia.”
Yo todavía predicaba que
la Biblia no es suficiente norma de fe, y que nosotros necesitamos la tradición
y los dogmas de la iglesia para comprender las escrituras.
Pero entonces, una vez
más, una voz dentro de mí me decía: “Tú predicas en contra de las enseñanzas de
la Biblia; tú predicas necedades. Si los cristianos necesitan un papa para
comprender las Escrituras; ¿qué necesitan para comprender al papa? Yo he
condenado la tradición porque todos pueden comprender sin ella, lo que es
necesario para la salvación personal. La Biblia dice: “Estas
cosas son escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el hijo de Dios, y para
que creyendo, tengáis vida en su nombre.” Juan 20:31
También enseñaba a mi pueblo que fueran a
María y a los santos, en lugar de ir directamente a Cristo. Pero una voz dentro
de mí preguntaba: “¿Quién, estando en la cruz, te salvo? ¿Quién pagó tus deudas
derramando su sangre? ¿María?, ¿los santos?, o ¿Yo, Jesús? Tú y muchos otros
sacerdotes, no creéis en los escapularios, en las velas,... pero continuáis
teniéndolas en las iglesias porque decís que la gente sencilla necesita cosas
sencillas que les recuerden a Dios. Los tenéis en vuestras iglesias
porque son una buena fuente de dinero. Pero yo no quiero ninguna clase de
mercancías en mi iglesia.
Pero donde mis dudas,
verdaderamente, me atormentaban, era dentro del confesionario. La gente venía a
mí y se hincaba de rodillas, confesándome sus pecados. Y yo, con una señal de
la cruz, les decía que tenía el poder de perdonarles sus pecados. Yo, un
pecador, un hombre, me ponía en el lugar de Dios, tomaba el derecho de Dios,...
y esa voz terrible penetraba en mí y me decía: “Tú estas robando a Dios su
gloria. Si los pecadores quieren obtener el perdón de sus pecados, tienen que
ir a Dios y no a ti. Es la ley de Dios la que han violado.” A Dios, pues, deben
hacer su confesión; a Dios únicamente deben orar pidiendo perdón. Ningún hombre
puede perdonar pecados, sino solo Jesús. Mateo 1:21 dice: “Llamarás su nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de sus
pecados.”
“Porque no hay otro
nombre bajo el cielo dado a los hombres en que puedan ser salvos.” (Hechos
4:12) “Porque hay un solo Dios y un
solo mediador entre Dios y los hombres, JESUCRISTO hombre.” (1
Timoteo 2:5)
Como consecuencia, no
pude permanecer más en la iglesia católica romana porque no podía servir a dos
maestros, al papa y a Cristo.
No podía creer en dos
enseñanzas contradictorias, la tradición y la Biblia. Tuve que escoger entre
Cristo y el papa; entre la tradición y la Biblia. He escogido a Jesús y la
Biblia.
Dejé el sacerdocio
romano y la religión romana en 1944, y ahora he sido dirigido por el Espíritu
Santo a evangelizar a los católicos romanos, y a pedir a los cristianos que
testifiquen ante ellos sin temor, en el nombre de Cristo.
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