lunes, 1 de diciembre de 2014

Un padre que agoniza

Iba de un lado a otro, miraba nerviosamente a todas partes y su rostro reflejaba una consternación tal que algunos de los que estábamos allí en el parque, nos acercamos para preguntar qué le pasaba.
-Mi hijo de tres años se ha perdido, nos dijo. Hace un momento estaba aquí y ahora ya no está. Se llama Lucas, es rubio, lleva pantalones vaqueros azules, camiseta blanca y anda en su bicicleta. 
Un escalofrío recorrió mi estómago. No había que tener poderes telepáticos para saber lo que, en ese momento, cavilábamos cada uno de los que estábamos allí. Estábamos pensando en lo peor. No era la primera vez que oíamos de un secuestro por un descuido inocente. Las personas infames pueden estar agazapadas en cualquier parte, esperando la más mínima oportunidad para consumar sus más oscuras fechorías. Intentamos darle ánimos al padre, pero no pudimos menguar su angustia lo más mínimo. Cada segundo que pasaba suponía una distancia mayor entre este hombre agobiado y su pequeño hijo desaparecido.
Otros paseantes desconocidos se sumaron a una búsqueda ansiosa para encontrar a Lucas. No era una tarea fácil y no sabíamos por dónde empezar. El parque José Antonio Labordeta de Zaragoza tiene cuarenta hectáreas. Mucho terreno para un puñado de transeúntes inexpertos, pero era la mejor ayuda de la que disponía aquel padre afligido. La policía llegaría instantes después y se sumaría a la pesquisa. Todos éramos desconocidos unidos por una misma causa, movidos por la desesperación de un padre por su hijo perdido. Caminamos, corrimos, mirábamos por todas partes mientras experimentábamos en carne propia, un poco del profundo dolor que atravesaba a aquel hombre en ese instante.
¡Lo encontré, lo encontré, aquí está Lucas!, gritó uno de los improvisados rescatadores. Está bien, solo se fue un poco lejos con su bici y no sabía cómo encontrar el camino de vuelta. El padre abrazó al hijo, le besó,... examinaba cada parte de su cuerpo para asegurarse de que todo estaba bien. El nerviosismo lacerante se convirtió en gozo y algarabía. ¡He hallado a mi hijo, ya no está perdido, está aquí, conmigo!
Ese día me fui a casa con sentimientos encontrados. Estaba feliz por el final de lo que, muy fácilmente, pudo ser una tragedia pero que felizmente, concluyó en un desenlace feliz. Me impresionó la solidaridad a la que pueden llegar los seres humanos si se lo proponen y comprobé que a pesar de ser seres caídos, todavía queda en nosotros esa chispa de compasión que un día puso Dios al crear al hombre. Sobre todo, me quedó grabada la imagen del padre de aquel chico, con sus ojos enrojecidos, su respiración entrecortada, sus manos en la cabeza, su angustia evidente por su hijo y luego, el contraste de un rostro hermoseado por el reencuentro deseado. Puede que estas imágenes sean para mí, muy nítidas porque también soy padre. ¿Cómo me sentiría si mi hija se perdiera? ¿Qué pasaría conmigo si de pronto ya no controlo la situación? Espero no tener que averiguarlo jamás.
Mientras agradecía la bendición de no haber tenido que vivir nunca algo así, vino a mi mente una persona a quien conozco y que ha pasado por esta dolorosa experiencia muchas veces. Desde luego que no es un padre descuidado, sus ojos siempre están sobre los suyos. Nada escapa de su mirada diligente, especialmente aquellos que son objetos de su amor; sin embargo, tiene hijos errantes por voluntad propia, vástagos rebeldes que no reparan en la agonía de su Padre celestial. Podría estar enojado, podía ser reticente a darles una nueva oportunidad. En cambio, la Biblia lo describe como quien mira al horizonte para ver si divisa al hijo que se fue.

Llegué a casa y le conté a mi esposa lo que había pasado en el parque: un niño se perdió, pero lo encontramos. -¡Tendrías que haber visto la cara de su padre cuando lo volvió a ver! 

Junto con la exclamación, un pensamiento repentino se adueñó de mí, la imagen del rostro de Dios después de ver regresar a un hijo. Seguro que es un espectáculo que los ángeles disfrutan de ver. El momento en que la agonía del Padre por un hijo perdido se revierte en gozo celestial.

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