Obvio es que, muy pronto, la sed, el hambre, el cansancio, además del olor nauseabundo y contaminante que empezaba a provenir de la macabra carga que llevaba a cuestas, volvió insoportable la situación del sentenciado, quien entre gritos de horror y desesperación, sufrió un infarto y murió…
Esta cruda historia me hizo reflexionar, figuradamente hablando, acerca de que a algunos nos puede ocurrir algo similar en nuestra vida interior. Transitamos por una especie de desierto llevando a nuestras costas, el “cadáver” de antiguos problemas, frustraciones, odios, o resentimientos, heridas no cerradas, perdones no conseguidos, traumas no superados, en fin… recuerdos amargos que permanecen, interponiéndose en nuestra búsqueda de felicidad.
Quizá alguna o varias veces, lastimaste o te lastimaron, por lo que te volviste una persona resentida, negativa, desconfiada e incluso desagradable a tus propios ojos y al de los demás. Puede que sea eso lo que desde hace tiempo, llevas a cuestas y no te deja avanzar con facilidad hacia una vida plena.
Pídele ayuda a Jesucristo. Él es el único que te puede otorgar perdón, paz, sabiduría y dirección; el único que pude desatarnos de todo bulto pesado. Solamente necesitamos acercarnos a Él y pedirle con sinceridad, perdón por el daño que hayamos infringido a otros, y asimismo, que nos enseñe a perdonar de corazón a quienes nos hayan causado dolor. Al ejercer perdón a otros, aprendemos a perdonarnos a nosotros mismos, lo que indudablemente, aligera nuestra carga.
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