Juan 20:15
Era la mañana de resurrección. María Magdalena había ido a la tumba de Jesús, pero la halló vacía. Fue a decírselo rápidamente a Pedro y a Juan, quienes también fueron corriendo al sepulcro. Éstos hallaron pruebas de la resurrección, pero regresaron a sus casas.
María, en cambio, no pudo irse. Se quedó sola llorando. Entonces dos ángeles le hablaron. Ella se dio la vuelta y vio a Jesús resucitado, pero no lo reconoció. Jesús le preguntó: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?”. Ni siquiera con estas preguntas lo reconoció.
Entonces Jesús le dijo: “¡María!”. El oír su propio nombre fue suficiente para hacerle reconocer a su Señor. Su corazón y sus ojos se abrieron y pudo responder: “¡Maestro!”.
Jesús le pidió a María anunciar a sus “hermanos” que su cruz, en vez de separarlo de ellos, era la base de nuevos vínculos con ellos. Y como resultado, recibimos algo incalculable: su Padre pasó a ser nuestro Padre, y su Dios nuestro Dios.
María estaba buscando a su Señor, y Él, el buen Pastor, buscaba a su oveja y sabía todo lo que había en su corazón. Conocía su ferviente amor por Él.
María estaba buscando a su Señor, y Él, el buen Pastor, buscaba a su oveja y sabía todo lo que había en su corazón. Conocía su ferviente amor por Él.
Si buscamos al Señor, si sentimos la necesidad de su presencia en medio de un mundo que lo rechazó, Él se manifestará a nosotros con todo su amor. Tal vez sea suficiente leer un versículo de la Biblia para volver a sentir el gozo de nuestra comunión con Cristo. ¡Dejemos de llorar y vayamos al Señor resucitado! ¡Es a Él a quien necesitamos! Está vivo en el cielo y pronto vendrá a buscarnos.
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