Las puertas de la sala de emergencias se abrieron de par en par. Una camilla conducida por enfermeros pasó rápidamente. Traían a un hombre de sesenta y cinco años de edad, víctima de un ataque cardíaco. Los médicos hicieron todo lo posible por salvarlo pero el hombre murió.
Treinta minutos más tarde, otro hombre, de sesenta y tres años de edad, entró al hospital, víctima también de un ataque cardíaco. Y este también murió.
Los llevaron, entonces, al depósito de cadáveres y los pusieron uno junto al otro.
¿Quiénes eran estos hombres? Eran Ron y Peter Surveille, hermanos que vivían en la misma ciudad, París, hermanos que habían estado enemistados durante cuarenta años. Y ahora, a la fuerza, estaban juntos, pero muertos los dos.
Estos hermanos se enemistaron por motivos personales. No se habían hablado en cuarenta años aunque vivían en la misma ciudad. Ahora estaban juntos en la morgue, hombro con hombro, pero ya era muy tarde para cualquier reconciliación. Cuando tuvieron tiempo de hacer las paces no lo hicieron. Y aunque ahora estaban juntos, estaban separados para siempre.
¿Cuánto tiempo vamos a esperar nosotros para reconciliarnos con nuestro hermano o nuestra hermana, con nuestro esposo o nuestra esposa, o con cualquiera con quien estamos enemistados? ¿Un día? ¿Un mes? ¿Un año? ¿O esperaremos hasta el día de la muerte, cuando la puerta se haya cerrado para siempre?
La obstinación es uno de los pecados más absurdos del ser humano. Nos herimos a nosotros mismos. Arruinamos nuestra propia vida. Destruimos nuestro propio ser, y todo por el orgullo que no nos deja decir: "Perdóname."
Lo triste de la obstinación es que el que la sufre no perdona. Y el que no perdona lleva una vida solitaria. El que no perdona no conoce la paz. El que no perdona sólo conoce amargura. El que no perdona no puede ni perdonarse a sí mismo. Y lo peor de todo, es que el que no perdona no puede hallar el perdón de Dios.
La oración más conocida de todos, el Padrenuestro, dice: "Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores" (Mateo 6:12). Es como decir: "Perdóname, Señor, de la misma manera en que yo perdono." Y si nosotros, obstinados, no perdonamos, tampoco podemos obtener el perdón de Dios.
Cristo nos mostró el camino para reconciliarnos con Dios. Perdonemos nosotros, para vivir en paz y para disfrutar del perdón de Dios.
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