Una viuda vivía con su hijo en un miserable desván. Tiempo atrás, la mujer se había casado en contra de la voluntad de sus padres y se marchó a vivir con su esposo a un lejano país.
Su esposo fue un hombre infiel e irresponsable y después de varios años, murió sin haber hecho ahorro alguno para ella y su hijo. Con muchas dificultades, logró hacer frente a las necesidades básicas de la vida.
Los momentos más felices en la vida del niño, fueron cuando la madre lo tomaba en sus brazos y le contaba sobre la casa de su abuelo en el antiguo país. Le hablaba sobre el césped verde, los elevados árboles, las flores silvestres, los hermosos paisajes y las deliciosas cenas.
El chico nunca había visto la casa de su abuelo, pero para él, era el lugar más hermoso de todo el mundo. Anhelaba la llegada del momento en que iría a vivir allí.
Cierto día, el cartero tocó a la puerta del desván. La madre reconoció la escritura en el sobre y con dedos temblorosos, lo abrió. En su interior había un cheque y una hoja de papel en la que podían leerse solo tres palabras: “Vuelve a casa”.
Igual que este padre y la hija pródiga, nuestro Padre celestial extiende sus brazos y nos recibe otra vez, en aquel lugar de descanso y restauración espiritual, al final de un día agotador.
Dios no nos pide que nos preparemos para recibir el castigo por los fracasos del día. Él tan solo nos da la bienvenida a su sanadora presencia, como hijos redimidos por la sangre de su propio Hijo. Es allí, donde Él nos asegura que comprende nuestros dolores, fracasos y nos concede el milagro de milagros: continúa amándonos.
El Padre no te extiende un cheque, te extiende su llamado para que regreses a casa. ¿Por qué no concluyes tu día en la comodidad y provisión de su presencia?
Lucas 15:24
Porque este mi hijo muerto era y ha revivido; se había perdido y es hallado.
Porque este mi hijo muerto era y ha revivido; se había perdido y es hallado.
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