Una vez, un periodista muy afortunado había conseguido la mejor primicia de su vida: entrevistar ni más ni menos que a Dios.
Así es, que esa tarde llegó a su casa tranquilamente, con tiempo; lavó el coche, se puso su mejor traje y fue a su cita. Pero en el trayecto cayó un aguacero que produjo un gran embotellamiento de tráfico y se quedó atascado. El tiempo transcurría, sólo faltaba una hora para el encuentro.
Repentinamente le tocaron el cristal de la ventanilla, y al volverse vio a un chiquillo, ofreciéndole de su cesta de golosinas. El periodista intentó sacar dinero, cuando en eso el niño desapareció de su vista. El hombre miró hacia el suelo, y efectivamente ahí estaba el chico, tendido, con una crisis de epilepsia.
Entonces el hombre se bajó del coche, introdujo al niño dentro del vehículo, buscó el modo de salir del embotellamiento y se dirigió al hospital más cercano. Allí entregó al niño, y después de pedir que le atendieran, se disculpó con el doctor y salió presuroso a su cita con Dios.
Lamentablemente llegó 10 minutos tarde, y el Creador no asomaba. Entonces se angustió y clamó al cielo diciendo: “Dios mío, Tú eres testigo; me retrasé por ayudar al niño. ¿Por qué no me esperaste?… ¿Qué significan 10 minutos para un ser eterno como Tú?”
Y allí se quedó frustrado, ausente, hasta que vislumbró una luz y vio en ella el rostro del niño a quien había auxiliado. Vestía el mismo suéter gastado, pero ahora tenía el rostro iluminado de bondad.
Entonces, escuchó en su interior una voz que decía:
– Hijo mío, no te pude esperar… y salí a tu encuentro.
– Hijo mío, no te pude esperar… y salí a tu encuentro.
Estimados hermanos: cuántas veces estamos tan afanados en servir a la iglesia, que ignoramos a las personas que necesitan nuestra ayuda, sean nuestros propios familiares requiriendo un consejo, una palabra de consuelo, una palmada, o bien algún indigente, que busca una ayuda para vivir. Y los ignoramos quizá por estar demasiado ocupados o por no entender que servir a nuestro prójimo es servir a Dios.
No seamos sólo teóricos o creyentes de oído; dejemos también que los actos refuercen nuestras palabras.
“Sin embargo, alguien dirá:
Tú tienes fe, y yo tengo obras.
Pues bien, muéstrame tu fe sin las obras,
y yo te mostraré la fe por mis obras
(Santiago 2:18)
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