A través de la Escritura las espinas simbolizan, no el pecado en sí mismo, sino la consecuencia del pecado (Génesis 3:17-18; Números 33:55; Proverbios 22:5). Los frutos del pecado son espinas, púas, lancetas afiladas que cortan.
Especial importancia tienen las espinas para significarle algo en lo cual quizás nunca había pensado: Si el fruto del pecado es... espinas, ¿no es la corona de espinas en las sienes de Cristo, un cuadro del fruto de nuestro pecado que atravesó su corazón?
¿Cuál es el fruto del pecado? Adéntrese en el espinoso terreno de la humanidad y sentirá unas cuantas punzadas: vergüenza, miedo, deshonra, desaliento, ansiedad... ¿No han quedado nuestros corazones atrapados en estas zarzas?
No ocurrió así con el corazón de Jesús. Él nunca fue dañado por las espinas del pecado. Él nunca conoció lo que tú y yo afrontamos diariamente. ¿Ansiedad? Él nunca se turbó. ¿Culpa? Él nunca se sintió culpable. ¿Miedo? Pero, Él nunca se alejó de la presencia de Dios. Jesús nunca conoció los frutos del pecado… hasta que se hizo pecado por nosotros.
Cuando eso ocurrió, todas las emociones del pecado se volcaron sobre Él como sombras en una foresta. Se sintió ansioso, culpable, solo. ¿No lo ves en la emoción de su clamor?: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (Mateo 27:46). Estas no son las palabras de un santo. Expresan el llanto de un pecador.
Esta oración es una de las partes más destacadas de su venida. Pero aún hay algo todavía más grande. ¿Quieres saber qué es? ¿Quieres saber qué fue lo más maravilloso de Aquel, que cambió la corona de los cielos por una corona de espinas?
Que lo hizo por ti. Sí, por ti.
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