“No sabemos qué hacer, y a ti volvemos nuestros ojos”
(2 Crónicas 20:12)
La angustia de no saber qué hacer cuando se supone que debes saberlo, es una gran responsabilidad para cualquier mortal. Tomar decisiones es como jugar al juego de “encontrar el camino”. Te planteas cómo llegar de un punto al siguiente sin cometer errores perjudiciales, pero el corazón te sube hasta la garganta ante la inminente decisión. Claro, en la vida real uno se juega el futuro, nada que ver con juegos divertidos y finales sin temor.
Josafat era el rey de la próspera Judá, un reino codiciado desde hacía siglos por las naciones vecinas. Las fuerzas armadas de su rey no eran lo suficientemente numerosas para enfrentarse a más de una nación a la vez, y las posibilidades de triunfar sobre los amonitas y los moabitas juntos eran prácticamente nulas. Cualquier apostador hubiera puesto todo su dinero a favor de las naciones invasoras. A la vista de un comentarista político el final era predecible, la derrota de Josafat era segura.
Todo el mundo esperaba que el rey supiera qué hacer. De hecho, el ejército esperaba órdenes concretas, y los pueblos que constituían Judá aguardaban un edicto con regulaciones y procederes estratégicos para tiempos de guerra. La presión que sentía Josafat se acrecentaba con cada mensajero que llegaba, para avisar sobre la distancia a la que estaban las tropas enemigas, pero a pesar de todo, el monarca eligió presentar su causa ante el Señor.
La decisión del rey puede ser evaluada por algunos como poco práctica a nivel bélico. Es más, un lector moderno que no conozca a Dios puede disimular la sonrisa, mientras piensa que esta historia es un mito, pero los que somos de Cristo sabemos que Josafat fue real, que su historia lo fue y que acertó en su elección.
La decisión del rey puede ser evaluada por algunos como poco práctica a nivel bélico. Es más, un lector moderno que no conozca a Dios puede disimular la sonrisa, mientras piensa que esta historia es un mito, pero los que somos de Cristo sabemos que Josafat fue real, que su historia lo fue y que acertó en su elección.
Las decisiones son parte de la cotidianidad. No todas tienen un carácter tan dramático como la historia mencionada, pero cada una tiene consecuencias sobre nuestro futuro. No deben ser tomadas con ligereza ni tampoco con paralizante pavor. También es cierto que hay decisiones que condicionan destinos, que definen porvenires. Y estas deben ser observadas con mayor cautela, como quien camina por encima de un terreno minado de explosivos. No con temor, sino con prudencia. No con incrédula manía, sino con fe rebosante.
Así como las encrucijadas son ocasiones para usar la brújula, los caminos inciertos son descifrados por la dirección divina. El Espíritu Santo nos guiaría a toda verdad, y esa promesa es imperecedera. No siempre sabemos qué hacer, pero es necesario que siempre sepamos a quién o a qué acudir. El caso es que Dios ve lo que yo no veo, que puede lo que yo no puedo, sabe lo que yo no sé, así que parece una idea juiciosa permitirle a Él guiarnos en cualquier proceso de toma de decisiones.
Por complicado que sea el concepto en apariencia, Dios sí guía. Lo hace de diferentes formas, cada una de ellas única y clara, pero se han de discernir espiritualmente. Nos guía a través de una certeza sobrenatural, o a través de un pasaje de las Escrituras, o mediante una cadena de circunstancias. Hasta en ocasiones llega a usar medios tremendamente originales, hasta lo puede ser una "mula parlante".
No hay comentarios:
Publicar un comentario