Cualquier guerra tiene un elevadísimo coste para sus contendientes. No hace falta decir nada de las consecuencias para quienes les toca perderla; pero incluso el bando ganador tiene un elevado precio que pagar. Aunque las autoridades de este último logren capitalizar un alto rédito político, la erosión económico-financiera y las vidas humanas segadas por la contienda dejan profundas huellas durante muchos años. Y esto es válido tanto para ganadores como para perdedores.
En términos individuales a las personas nos sucede más o menos lo mismo. Tenemos luchas, enfrentamos batallas. A veces contra nosotros mismos, a causa de malos hábitos, errores, equivocaciones que hemos tenido que lamentar durante largo tiempo. Otras veces, hemos sido objeto de ofensas y perjuicios causados por otras personas de nuestro entorno.
En cualquiera de las situaciones, hemos debido tomar decisiones, a veces drásticas. Al igual que el país que reconoce su derrota, con las consecuencias que ello implica, hemos tenido la necesidad de retirarnos del campo de batalla. En este caso es “con el amargo sabor de la derrota”. Porque todas las derrotas son amargas.
Pero hay situaciones mucho más sutiles, que en realidad representan victorias en nuestras vidas, aunque no tan evidentes como lo sería una derrota. Aunque lo parecen por el intenso “sabor amargo” que nos dejan.
Durante mucho tiempo hemos permanecido con dudas, soportando situaciones, postergando decisiones por no tener las cosas lo suficientemente claras. Una amistad que promete mucho pero concreta muy poco, un trabajo que nos trae más problemas que bendiciones, la relación con una comunidad que nos genera más dudas que certezas…
Y de repente..., algo pasa. O al revés, tenía que pasar y no pasa. Tal vez percibiste un silencio a modo de respuesta; esa clase de silencio que hace que cuando peor estás, peor te sientes; es silencio y nada más que frío silencio, con una sutil, solapada,... una velada ausencia como respuesta, habida cuenta de que a veces, la multitud de palabras también es capaz de esconder silencio y ausencia. O quizás una respuesta... que entre líneas te reveló tanto, mucho más de lo que conscientemente creyeron decirte.
Un hecho trae de la mano otro y de repente, literalmente, se hacen visibles toda una serie de situaciones que permanecieron todo el tiempo allí, delante de tus propias narices, aunque no las veías.
Una máscara cuando cae abruptamente al suelo, se rompe en unos cuantos pedazos. Hace ruido. Cuando una muralla se derriba, lo hace estrepitosamente, retumba. Cuando esa persona que tantas dudas te provocaba, inconscientemente abre su corazón revelándose tal cuál es… y descubres lo lejos que estuvo su corazón del tuyo… provoca tristeza. Cuando se pone al descubierto un mal hábito, ese algo de ti mismo con lo que has estado tropezando, provoca vergüenza. En ocasiones, descubrir algo de uno mismo puede resultar desagradable, penoso, triste, incluso vergonzoso.
Es entonces cuando toda nube de duda se disipa. Cuando esa situación que venías sosteniendo, o esa amistad, se ponen en evidencia por sí mismas tal cual son; o cuando descubres que ese trabajo no es tan productivo ni edificante para ti; o cuando te das cuenta de que tal vez haya llegado el momento de buscar y emprender otros rumbos. Es entonces cuando por fin, la luz del sol brilla en medio de tu alma.
No es agradable, uno se pone mal; pero te permitirá tomar con la más absoluta y diáfana claridad y discernimiento de espíritu la mejor de las decisiones. Una decisión importante en tu vida, necesaria para avanzar, crecer, seguir construyendo, para descubrir salidas, oportunidades que de otro modo no hubieras podido ver.
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