En la antigüedad, la guardia de Herodes estaba compuesta por soldados romanos que hacían un riguroso entrenamiento y tenían una fortaleza singular. El armamento se componía generalmente de dos jabalinas (una pesada y otra más ligera), una espada de ataque y un puñal o espada de defensa (ésta última es a la que se refiere Efesios 6:17, cuando describe la armadura de Dios). Asimismo, completaba su equipamiento un casco, una armadura, un escudo y unas sandalias. Uno de los principales atributos o características de los soldados romanos, que muchas veces se enfrentaban con ejércitos mayores y mejor equipados, era el de formar parte de un cuerpo sumamente disciplinado y en constante entrenamiento, tanto para poder efectuar maniobras militares de forma precisa y exacta, como para hacer la famosa tortuga o testudo, como para trabajar en obras de ingeniería militar, o como también en la construcción de campamentos, murallas y fortalezas, además de obras públicas en tiempos de paz, como caminos, puentes y acueductos.
En aquel ignoto sitio del imperio en la tierra de Israel, soldados como estos intervenían en las frecuentes revueltas de los judíos y estuvieron por todos lados en aquella triste tarde en que Jesús fue levantado en una cruz. Así eran los soldados que formaban parte de la guardia de Herodes. Infundían temor sólo con su presencia. Soldados como éstos también fueron puestos a custodiar la tumba de Jesús. Su presencia era sinónimo de opresión, de sometimiento.
Recuerdo que cuando era niño y caminaba solo desde casa a la escuela, estar cerca de un uniformado, de un policía, me infundía un sentimiento de protección, de seguridad. Pues bien, permanecer cerca de uno de estos soldados no era asociado precisamente con sentimientos de protección o seguridad. Es más, muchos son los cristianos cuyas vidas sucumbieron por su espada.
“De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.”(2 Corintios 5:17 RV60)
Cuando Jesús rompió las ligaduras de la muerte, cuando venció a la tumba con Su poder, estableció una nueva era, la de su Gracia. Un altísimo precio, pagado por quien dio su vida por ella y gratuita para quienes la recibimos.
Las cadenas de la esclavitud del pecado, de la muerte y de las tinieblas, fueron rotas junto con el cuerpo de nuestro amado Jesús en la cruz, y el velo del templo rasgado.
Entonces los soldados huyeron. María esperaba encontrar sus espadas y sus lanzas impidiéndole acercarse al cuerpo de su hijo amado yaciendo en la tumba, pero en cambio, no halló el cuerpo de Jesús y sí encontró a otros guardianes, los ángeles del Señor.
Es emocionante pensar en esto. Literalmente se produjo un cambio de guardia, y los soldados de Herodes ya no tenían a su cargo la custodia, habían huido. Ahora tomaba el relevo una legión de los ángeles de Dios.
Hoy, por el cruento sacrificio de nuestro amado Jesús, somos libres. Ignoro la suerte postrera, corrida por los soldados que custodiaban la tumba de Jesús. Nada dice la Escritura al respecto. Sus superiores pudieron interpretar aquello que sucedió como una fuga, y cuando un prisionero escapaba, los guardianes podían llegar a pagarlo con su propias vidas. Lo evidente es que eran soldados con fecha de vencimiento. O sea, en la época de Jesús, si no morían antes, el servicio militar romano era de unos veinte años. Sin embargo, los soldados del Señor no tienen esa limitación, son eternos y hay legiones a nuestro alrededor.
Me gozo pensando que nuestro amado Papá Celestial tiene cuidado de nosotros. Hoy soy libre. Hoy ya no están los soldados de Herodes en mi vida, los guardianes de la muerte infundiendo temor con sus espadas.
Hoy las espadas de los ángeles me infunden seguridad, aliento. Las obras de las tinieblas ya no tienen poder sobre mí. Hoy, hay literalmente un CAMBIO DE GUARDIA en mi vida.
“y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.”
(Juan 8:32 RV60)
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