martes, 9 de julio de 2013

Más que un mito - Devocional - Vídeo

Mis ojos pondré en los fieles de la tierra, para qué estén conmigo”
(Salmos 101:6)
Al cineasta Woody Allen se le atribuye la frase “Hoy en día la fidelidad sólo se ve en los equipos de sonido”. La percepción humana está tan hastiada de lo que ha visto, que llama a un perro, a un ser irracional, el mejor amigo del hombre. Los enamorados van al altar con contratos prenupciales de separación de bienes, previendo el fracaso y la separación. Las amistades se hacen con cautela para evitar una posible decepción dañina. Los estrechones de mano ya no cierran tratos, ni significan lealtad al prójimo. Ya casi nada es definitivo, y hay un nuevo dios llamado relatividad.

Homero, el poeta ciego, ponderó en "La Ilíada" al amor leal en la persona de Penélope. Aquella mujer que esperó a su marido durante 20 años hasta que regresara de la guerra de Troya. Durante ese tiempo fue asediada para que se casara otra vez, pero no cedió. No obstante, dada la presión política y social, se comprometió a casarse sólo cuando terminara de tejer un sudario para Eliseo, su esposo y rey de Ítaca. Los pretendientes se frotaban las manos esperando la culminación de dicha pieza, pero ésta parecía interminable. Penélope trabajaba todo el día en el sudario, pero lo deshacía cada noche. Durante dos décadas trabajó y deshizo lo trabajado hasta que llegó su amado. Una historia con un desenlace feliz. Una buena historia entre muchas menos gratas.
En Internet hay sitios que proponen la infidelidad conyugal con discreción. Un tipo de infidelidad secreta para seguir con tu vida "normal" después de mancillar el pacto matrimonial. “No preguntes, no digas”, es el eslogan de muchas parejas contemporáneas. El amor libre preconizado por los Hippies de los años 60 es una opción viable, incluso para personas menos excéntricas. La lealtad es un mito, la fidelidad una quimera, cosa de poetas soñadores y adolescentes inexpertos.
Por otra parte está la idea de Dios, a quien han caricaturizado los humoristas como un Dios desentendido de su creación. Los filósofos desaprueban la idea lógica de un ser eterno e infinito, que ostente todo poder y sabiduría. La ciencia quita a Dios de la ecuación de la vida y el mundo conspira contra su única esperanza, en una sedición alocada y autodestructiva. Dios debe estar fuera de nuestros colegios y hogares. Dios debe estar marginado a alguna capilla barroca o a alguna obra de arte en un museo caro. Aquél que es fundamento de todo lo bueno, justo y admirable es desechado por los mismos que son objeto de su amor. Una sociedad sin Dios, sin principios fijos, sin moral definida es lo que se procura en un desenfreno destructivo. Como la serpiente que se devora a sí misma, la humanidad se lesiona sin saber exactamente lo que hace. ¡Verdaderamente sarcástico!


En medio de todo este confuso huracán moral y espiritual está la iglesia, “columna y baluarte de la verdad” (1 Timoteo 3:15). No están todos los que son, ni son todos los que están, pero pervive una generación santa, a pesar de los gobiernos tiranos y las filosofías ateístas. Muchos se preguntan si se sobrevivirá al posmodernismo, si de sus filas desertarán sus más valerosos generales. También a nosotros nos miran para ver si contemporizamos y nos deshacemos de nuestra lealtad al Dios que predicamos. Pero ese día no llegará. Porque en un mundo de infidelidad, relativismo y devaluación de la honorabilidad, Dios sigue siendo el mismo.

Dios es inmutable, no varía, no cambia sin importar los tiempos o las fluctuantes generaciones. Tiene, además, un remanente que perdura inamovible en la decisión de imitar Su carácter. Hombres y mujeres leales a su fe y a sus principios. Guerreros virtuosos revestidos de una armadura de justicia. Una iglesia que como Penélope, espera a su amado, y aunque parece que tarda, Él regresará. Y cuando regrese, haber esperado cobrará un sentido extraordinario, porque a los fieles y sólo a ellos, Dios les dará la corona de la vida. Esa clase de lealtad es más que un mito y nos debe caracterizar.


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