miércoles, 10 de julio de 2013

Culpa buena - culpa mala - Devocional

Una de las numerosas acepciones de la palabra “culpa” del Diccionario de la Real Academia Española es: “Pecado o transgresión voluntaria de la ley de Dios”. En cambio, el diccionario de psicología va algo más allá respecto a los sentimientos, definiéndola como “una situación emotiva-conflictiva, autocastigo, autoacusación, fenómeno típico de las neurosis, y finalmente como autocastigo”.
“Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios,” (Romanos 3:23 RV60) dice la Escritura. Durante mis primeros años en la vida cristiana pasé por una pequeña iglesia, en la que su ministro predicaba con vehemencia la culpa, el castigo y el infierno. Muchos años después, descubrí que en realidad no era celo lo que tenía por las cosas del Señor, sino una calculada y premeditada manipulación para que la gente se “convirtiera” y se sometiera a su propia autoridad.
Hay una culpa buena y otra mala. La buena, la sana, es esa que te da la convicción de que pecaste, de que hiciste algo indebido, de que a alguien le provocaste un daño o injuria de alguna clase, de que te equivocaste con alguien y te lleva a pedir perdón con humildad y quebranto de corazón. En ese caso, el perdón te libera, te restaura.
La otra culpa, la mala, es esa que continuamente te está acusando y la que irremediablemente te está condenando, constituyéndose simultáneamente en tu fiscal, juez y verdugo. Hay personas que cargan durante años, inclusive toda la vida, con la culpa de un error o pecado cometido.
Jorge, un amado y entrañable amigo de mis primeros pasos en la vida cristiana, a sus jóvenes 14 años de edad comenzó a manifestar síntomas de depresión a causa de esto. Se sentía tan culpable, que ya tenía su propio veredicto y condena: la posibilidad del infierno durante la eternidad le volvía loco. Hoy es pastor ganador de almas y sabe que la Gracia sublime de Dios reposa en él.
Dios estableció una ley basada en tan sólo diez mandamientos. Es curioso que los códigos civiles y penales, que los millones de leyes emanadas de los respectivos poderes legislativos de los países del mundo, tengan como base una abrumadora mayoría de ellos. ¡En tan sólo diez reglas!

Sin embargo, ninguno de nosotros está en condiciones de arrogarse el no haber quebrantado ninguna  ley durante su vida. Fueron hechas evidentemente para que las obedezcamos y, como resultado de esa obediencia, para que gocemos de una vida sana.
Pero también existe otra arista respecto de la Ley de Dios. Un delincuente se constituye en tal, cuando se prueba que ha infringido la ley, que ha transgredido algo expresa y taxativamente enunciado en la legislación vigente, que dice que tal acto no se debe hacer y por lo tanto es culpable de delito quien lo hiciera.
Con la Ley de Dios ocurre otro tanto. No sólo está para obedecerla y procurarnos una vida sana, sino también para probar que todos somos transgresores de alguno de los artículos de esa Ley, en la medida en que ninguno ha podido cumplir estrictamente con todos.
Un sabio proverbio oriental dice que “una cadena no es más fuerte que uno sólo de sus eslabones” y  el Señor dice: Porque cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos. Porque el que dijo: No cometerás adulterio, también ha dicho: No matarás. Ahora bien, si no cometes adulterio, pero matas, ya te has hecho transgresor de la ley.” (Santiago 2:10-11 RV60)
Hoy, amada/o, es el momento de liberarte de tu propia condenación y hacer que esa pesadilla en vida  por la que hoy transitas, se convierta en el perdón restaurador y liberador de la inconmensurable Gracia de nuestro amado Dios en tu vida.
Accede sólo a través de la línea directa de Dios, la ORACIÓN, y que no te falten estas palabras en tu boca: “Señor he pecado, perdón…”

“por cuanto todos pecaron,  y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia,  mediante la redención que es en Cristo Jesús”

(Romanos 3:23-24 RV60)

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