“Sobre mis espaldas araron los aradores; hicieron largos surcos”
(Salmos 129:3)
¿Cómo lidiamos con la angustia? ¿Qué tal nos va cuando nos toca sufrir la injusticia y el atropello? ¿Cómo sobrellevamos la crítica malsana, y el trato inmisericorde de alguien? ¿Acaso respondemos con más de lo mismo? ¿O aprendemos de las valiosas, pero dolorosas lecciones, que contiene cada episodio que nos victimiza y desgarra? Es algo en lo que pensar, pues todos estamos expuestos a tratos abusivos, a palabras escarnecedoras y a actitudes ingratas.
Nadie escapa de estas experiencias a menos que seamos el causante de ellas. En cuyo caso seríamos los que propiciamos esas malas vivencias. Esto también es posible. Hombres de la calidad espiritual de David, conforme al corazón de Dios, llegaron a ser homicidas. Hombres que anduvieron con Jesús llegaron a actuar hipócritamente, como Pedro. Nadie está exento de la posibilidad real de un acto de villanía. El apóstol Pablo escribió: “Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Corintios 10:12).
No obstante, todo se trata de elecciones en la vida. De lo que elegimos ser, independientemente de lo que ocurra a nuestro alrededor. Tomando la imagen del salmista en el Salmo 129 vemos que hay dos clases de personas en el poema sagrado. Los aradores (entiéndase los que causan sufrimiento y dolor a otras personas) y los que son arados (los que les toca vivir las amarguras e infelicidades infligidas por otros). En lo que respecta a Dios, Él no quiere que suframos, pero tampoco quiere que seamos los aradores. Tendremos que elegir nosotros. O ponemos la otra mejilla, o respondemos con un duro y vengativo golpe. La decisión es dura de tomar.
A mi carne le gusta mucho más la ley del Talión, "el ojo por ojo y el diente por diente". Eso de la misericordia, del perdón, de la generosidad porque sí, no es del agrado de mi vieja naturaleza. Es entonces cuando me doy cuenta que debo morir, que debo dejar a un lado mis conceptos de justicia y mis instintos de revancha. Miro a Jesús y veo que no devolvió un solo golpe a los que, abofeteándole, le decían: “profetiza” (Lucas 22:6). Me sorprende su obstinada mansedumbre. Con un chasquido de dedos podría haber eliminado a toda la guardia romana, en cambio silenció y pareció débil ante aquella turba inconsciente. No se defendió, a sabiendas de ello.
Tengo la imagen del sufrimiento de Jesús delante. Es una imagen grotesca en verdad. Veo a Jesús con la espalda hecha colgajos. La barba arrancada por la furia de la chusma. Los moretones por todas partes deforman su cuerpo y ensombrecen su imagen, otrora lozana y cordial. Pero él está apacible, con una tranquilidad que sobrecoge hasta a sus enemigos. El vino a entregar su vida por los pecadores, y no le detuvo un grupúsculo enojado. Jesús pidió perdón a Dios para ellos, “porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Tales palabras me obligan a imitar tan digno ejemplo.
La imagen de Jesús parece mandar un mal mensaje. ¿Acaso debemos dejar que el mal triunfe? De ninguna manera. Sin embargo, todo cambia cuando le vemos exaltado a la diestra de Dios. Jesús sale triunfante, aparece glorioso y un día toda rodilla se doblará ante Él y confesará su señorío (Romanos 11:14). Su humillación trajo la exaltación. Su sufrimiento le hizo aprobado ante el Padre (Hebreos 5:8). No hay otro camino, sino el que Él abrió. No hay atajos para tal gloria.
Jesús en el sermón del monte advirtió: “¡Ay del mundo por los tropiezos! porque es necesario que vengan tropiezos, pero ¡ay de aquel hombre por quien viene el tropiezo!” (Mateo 18:7-8).
Los aradores siempre estarán ahí. Pervivirán, e intentarán desgarrar con su proceder las sacras espaldas. No podemos ignorar la existencia de los aradores y lamentablemente no podremos evitar siempre que nos alcancen sus mortales herramientas laceradoras. Pero podemos evitar ser uno de ellos, y para eso debemos ser como Jesús. Entonces, solo entonces, Dios cortará las coyundas de los enemigos y serán avergonzados los contradictores (Salmos 129:4).
No hay comentarios:
Publicar un comentario