La oración es la avenida maravillosa para recorrer y entrar en el país de la sanidad. Cuando me acerco a Dios y digo, ¡OH Señor, que sea hecha tu voluntad!, mi personalidad y mi naturaleza más profunda toca el lugar santísimo.
La oración me hace como un niño porque me hace depender del Padre celestial, en quien pongo toda mi confianza.
Sé, sin embargo, que mi gran lucha este día es comenzar sin oración y sin mi tiempo de meditación, porque la sociedad en la que vivo, los periódicos, la televisión, las conversaciones y los compromisos, intentarán echar por el suelo el tiempo que necesito pasar en oración.
Pero hoy quiero, antes que nada, caminar por las veredas de la oración.
La vida es dura por sí misma y por ello debo tener mi tiempo de oración para afrontar la dureza de la misma.
Hoy no quiero escoger la oscuridad del mundo, sino buscar la luz de Dios a través de la avenida de la oración.
Hoy he elegido regocijarme en la presencia de Dios. Regocijarme en el hecho de su crucifixión y resurrección.
Es fácil tener fe en Dios cuando la vida se desarrolla de la manera como nosotros queremos, pero el verdadero poder de la fe está en creer cuando parece que nuestras oraciones no son contestadas.
Sin embargo, si persisto en la avenida de la oración, a pesar de las sombras que puedan rodearme, esa avenida me llevará finalmente a la gran plaza de la mañana de la resurrección. Y entonces comprenderé que la esperanza no se pierde.
Cuando camino por la avenida de la oración, entonces mi mente se alinea con la mente de Dios.
Cuando recuerdo que soy un hijo de Dios, entonces mi mente se alinea con Dios y puedo ver que el poder que abrió el Mar Rojo, cuando Moisés oró, es el mismo poder que rodea mi vida.
Hoy quiero alinear mi mente con la mente de Dios, y la única manera de hacerlo es caminando por la avenida de la oración.
Señor, gracias por darme la oportunidad de caminar por esta hermosa vereda de la oración; yo encuentro nuevas experiencias contigo en este diario caminar. Amén.
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