Cuando era maestro de la Escuela Dominical, era muy joven y estudiaba mucho. No sólo las lecciones que debía presentar a mis alumnos, sino que también estaba cursando el Instituto Bíblico y, si todo esto no fuera suficiente, estudiaba por mi propia cuenta muchos otros temas bíblicos. A veces mis pequeños alumnos hacían preguntas realmente de altos vuelos espirituales y me tenía que poner a investigar y estudiar muy en serio para ofrecerles una buena respuesta. Después de todo, ellos se lo merecían y yo para eso estaba: para servirles y enseñarles. Hoy me parece increíble que niños de entre diez y doce años me hicieran preguntas tan interesantes. Fue un tiempo muy bello. Disfruté mucho enseñándoles y, a la vez, estudiando junto a ellos. Aprendí mucho de ellos y de sus padres. Todo eso me apasionaba, me incentivaba, me desafiaba a aprender y estudiar más y más. Y eso me gustaba. Creo que en esa época de mi vida es cuando más estudié y aprendí de las Escrituras.
Pero fue bueno mientras duró. Un día, cansado, abatido, literalmente erosionado, desgastado y presionado por un ministro, no soporté más y a mis tempraneros veinticuatro años abandoné esa iglesia y mi ministerio.
Los siguientes años de mi vida no fueron mejores que eso. Las pruebas, una tras otra, como tormenta que parece no acabar nunca, arreciaron sobre mi vida y mi paraíso se transformó en un infierno. Tumbo tras tumbo, iglesia tras iglesia, portazo tras portazo, fracaso tras fracaso, junto al transcurrir de los años, continuaron limando mi vida.
En uno de esos naufragios, frente a la isla de Patmos, conocí a mi “ayuda idónea”, la fiel compañera que me ha acompañado contra viento y marea durante los últimos casi veinticinco años de mi vida, y por quien estoy agradecido a Dios (habría que preguntarle a ella si piensa lo mismo… je!).
Pero ese “oasis” en medio del desierto, esa pausa entre tormenta y tormenta, me sirvió para caer en la cuenta de que todo lo que había estudiado y aprendido no había servido prácticamente de nada.
Fue, entonces, hora de reconocer los errores y demoler todo lo “construido” hasta ese momento y comenzar a edificar de nuevo sobre otras bases. Tanto es así y hasta tal punto llegó la cosa, que en esa época me citaban un versículo y yo simplemente lo encontraba en la Biblia. Sabía exactamente en qué parte se encontraba. Hoy, confieso que a veces me cuesta encontrar un libro en la Biblia. Hasta ese punto llegó mi “desprogramación”.
Pero lo mejor de todo es que descubrí que todo lo que había estudiado estaba escrito en la Biblia y puede que bien grabado en mi cabeza. Pero si en el momento de la prueba no me sirvió de nada, evidentemente que estaba escrito en la Biblia, mas no en mi corazón.
Hoy veo y escucho a predicadores y líderes de iglesias transitando por el mismo camino. Citan con vehemencia, entusiasmo y hasta con cierta emoción, porciones o paráfrasis de la Biblia, pero, a menudo, descubro que en su vida, aparte del púlpito, en el campo de batalla de todos los días, su modo de conducirse, su manera de relacionarse, de responder ante los eventos de la vida cotidiana, dejan mucho que desear. De nada tengo que escandalizarme. Yo fui igual y no sé si tal vez aún lo sigo siendo.
Palabras bíblicas sin lugar a dudas, pero escritas en la Biblia, mas no en el corazón.
Y tal confianza tenemos mediante Cristo para con Dios; no que seamos competentes por nosotros mismos para pensar algo como de nosotros mismos, sino que nuestra competencia proviene de Dios, el cual asimismo nos hizo ministros competentes de un nuevo pacto, no de la letra, sino del espíritu; porque la letra mata, mas el espíritu vivifica.
(2 Corintios 3:4-6 RV60)
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