Esta canción fue compuesta por el poeta y compositor sueco Carl Boberg, en 1.885 y difundida en 1.907; las casas discográficas iban un poco lentas por aquel entonces. Cuando regresaba de una reunión cristiana, y mientras se encontraba caminando por el campo, súbitamente fue alcanzado por una tormenta veraniega. Al refugiarse entre unos árboles esperando que el cielo se despejara y dejara de llover y tronar, Boberg, reflexionó en la grandeza de Dios. Se agachó a recoger una moneda del suelo, y ¡sorpresa!: ésta tenía dos caras. Bueno, la verdad, es que esto último, lo de la moneda, es un invento mío. Lo otro es verdad. Pero Boberg no tuvo una suerte, sino dos. La primera, tener el talento de componer, y, la segunda, el hecho de que fue designado por Dios para componer esta canción. Así lo hizo, y, cuando acabó, se encontró realmente satisfecho de la obra.
Es
una canción, bueno…, es más que eso, es un himno de alabanza al Señor, a Cristo.
Sin
pretenderlo ni saberlo, al componer este
tema, nos transmitió un mensaje que no, por archisabido, debemos dejar de
repetir: “Que cualquier tiempo y lugar es bueno para alabar a Dios y darle
gracias”. Porque como está citado en San Juan, capítulo 3, versículo 16: de tal
manera amó Dios al mundo, que ha dado a su hijo unigénito para que todo aquel
que en Él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna.
Así
pues, seamos imitadores de Dios como hijos amados, y andemos en amor, como
también Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros.
M.G.L.
M.G.L.
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