En alguna ocasión me dije: “Creo, por eso a veces dudo”, toda vez que una fe sincera, auténtica, no es ciega ni pasiva ni sumisa ni dogmática. Por el contrario, es dinámica, activa, motivadora, infunde esperanza, es motor de vida. Y a veces, por muy buenos creyentes que seamos, el incrédulo interior que está dentro de nosotros, asoma en el escenario de la vida. No hay persona sincera que niegue esta verdad. Todos en algún momento de la vida, afrontamos un mar de preguntas. En cuanto generamos nuevas luces, estas generan más sombras; hasta a veces son más las dudas que las certezas.
La culpa, el desánimo, la frustración y la desesperanza, amigos inseparables de la incredulidad acuden pronto al llamado. ¡Cuidado! Una ovejita solitaria lejos del rebaño, es blanco fácil de las patrañas del Gran Mentiroso (Juan 8:44).
Tomás tuvo el gran privilegio de conocer personalmente a Jesús, y aún así, afrontar un mar de dudas. Cuando Jesús le invita a coger sus manos, a tocar su costado, sentir las cicatrices de su cuerpo, pudo entonces identificarse con el dolor de Dios, con el inconmesurable amor de Dios, reconocer la herida del Todopoderoso.
“-¡Señor mío, y Dios mío!” fue el estallido de fe que se reveló en ese instante, cual relámpago que transforma una negra noche en día, en el alma de Tomás (Juan 20:28).
Aunque Tomás se llevó una amorosa pero enérgica reprimenda de parte del Señor (Juan 20:29), hoy, a poco más de dos mil años de aquella escena, no podemos por menos que prorrumpir en alabanzas a nuestro Dios, exclamando como Tomás “¡Señor mío y Dios mío!”, y dar las gracias desde lo más profundo del corazón por la incredulidad, por el escepticismo de nuestro amado hermano Tomás, a quien, un poco más de tiempo y habremos de conocer personalmente.
Hoy ya no siento culpa por mis dudas, la actitud de Tomás me infunde aliento para enfrentarlas, me da valor para ir al altar del Altísimo y clamar delante de Su Presencia como los apóstoles… porque esa es exactamente la clase de fe que quiero, la que proviene del Altísimo; mas no la mía, que es fluctuante, permanentemente invadida, amenazada por sentimientos y emociones variables y engañosas del corazón del hombre natural.
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