Pocas cosas calan tan profundo en nuestros corazones como los males que nos vienen de mano de otros. Es más fácil aceptar las dificultades económicas, la falta de trabajo o la enfermedad. Cuando otras personas nos traicionan, sin embargo, nos sentimos dolidos en lo más íntimo de nuestro ser. Superar el mal momento es todo un desafío.
Es en estas instancias cuando comenzamos a luchar con los deseos de venganza. Muchas veces creemos que la venganza pasa por una agresión física hacia la otra persona. Sin embargo, la venganza se disfraza de muchas maneras. Basta con saber que la venganza busca que la otra persona pase un mal momento, similar o peor al que hemos vivido nosotros. Esto puede incluir cosas tan sutiles como humillarla públicamente o simplemente desear que le vaya mal en la vida. La venganza es, en última instancia, un sentimiento que se aloja en nuestros corazones. El acto puntual de la venganza no es más que una manifestación de ese espíritu amargado que reside dentro de nosotros.
Pero Pablo nos llama a entregar esto en las manos de Dios. Lo cual es sabio, no solamente porque Dios es el que defiende la causa de sus hijos, sino también porque Dios es el que juzga correctamente todos los elementos de una situación y discierne el camino correcto a seguir. Cuando dejamos la situación en sus manos, estamos afirmando que Él sabe bien qué es lo que necesitamos y no hará otra cosa que lo mejor para nosotros.
«Porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba su causa al que juzga justamente.» (1 Pedro 2.21, 22, 23)
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