“Y dijo Jehová a Samuel: Oye la voz del pueblo en todo lo que digan; porque no te han desechado a ti, sino a mí me han desechado, para que no sea su Rey” (1 Samuel 8:7).
El pueblo de Israel se formó en Egipto bajo el reinado de sucesivos faraones, crueles opresores que sumergieron la nación en la esclavitud. Salió de ella bajo el liderazgo de Moisés que servía como Caudillo de Israel ante Dios. Al entrar en la Tierra Prometida, Israel fue una teocracia: Dios fue el Rey; su Ley, la ley del país; y los jueces, los que administraban justicia. El último juez fue Samuel, el protagonista del cambio de gobierno que se va a comentar ahora.
Cuando Samuel ya era mayor, los ancianos de Israel le presentaron la petición de poner un rey sobre Israel, como las otras naciones. Samuel intentó disuadirlos, pero ellos insistían: “Pero el pueblo no quiso oír la voz de Samuel, y dijo: No, sino que habrá rey sobre nosotros; y nosotros seremos también como todas las naciones, y nuestro rey nos gobernará, y saldrá delante de nosotros, y hará nuestras guerras” (1 Samuel 8:19, 20). ¡Querían que el rey les hiciese sus guerras cuando en el capitulo anterior tenemos el relato de cómo Dios, solo, sin ejército alguno, les dio la victoria en la batalla contra sus enemigos! ¡Qué mejor que esto! Pero tenían la memoria corta y querían ser como el resto del mundo. Querían un rey visible para gloriarse en él. La respuesta de Dios está llena de emoción: “Y dijo Jehová a Samuel: Oye la voz del pueblo en todo lo que digan; porque no te han desechado a ti, sino a mí me han desechado, para que no sea su Rey”. Dios se dio cuenta de que Israel le había rechazado como Rey. Aquel momento fue decisivo en la historia de Israel. De aquel tiempo hasta su derrota y cautividad, Israel fue gobernado por reyes, y muchos de ellos no solo no temían a Dios, sino que obraban en su contra y apartaban al pueblo de Dios.
Cuando Samuel ya era mayor, los ancianos de Israel le presentaron la petición de poner un rey sobre Israel, como las otras naciones. Samuel intentó disuadirlos, pero ellos insistían: “Pero el pueblo no quiso oír la voz de Samuel, y dijo: No, sino que habrá rey sobre nosotros; y nosotros seremos también como todas las naciones, y nuestro rey nos gobernará, y saldrá delante de nosotros, y hará nuestras guerras” (1 Samuel 8:19, 20). ¡Querían que el rey les hiciese sus guerras cuando en el capitulo anterior tenemos el relato de cómo Dios, solo, sin ejército alguno, les dio la victoria en la batalla contra sus enemigos! ¡Qué mejor que esto! Pero tenían la memoria corta y querían ser como el resto del mundo. Querían un rey visible para gloriarse en él. La respuesta de Dios está llena de emoción: “Y dijo Jehová a Samuel: Oye la voz del pueblo en todo lo que digan; porque no te han desechado a ti, sino a mí me han desechado, para que no sea su Rey”. Dios se dio cuenta de que Israel le había rechazado como Rey. Aquel momento fue decisivo en la historia de Israel. De aquel tiempo hasta su derrota y cautividad, Israel fue gobernado por reyes, y muchos de ellos no solo no temían a Dios, sino que obraban en su contra y apartaban al pueblo de Dios.
Pasaron muchos años, Israel salió de la cautividad pero siempre fue gobernado por un poder extranjero, hasta que finalmente se encontró bajo el dominio de Roma, y es cuando nuestra segunda historia tiene lugar. Entonces Dios mismo vino en la persona de Jesús de Nazaret, el Mesías, para ofrecerse a Israel como su Rey por segunda vez, y por segunda vez fue rechazado con estas palabras tremendas: “Entonces Pilato dijo a los judíos: ¡He aquí vuestro Rey! Pero ellos gritaron: ¡Fuera, fuera, crucifícale! Pilato les dijo: ¿A vuestro Rey he de crucificar? Respondieron los principales sacerdotes: No tenemos más rey que César” (Juan 19:13-15). En principio Dios era su Rey. Cuando rechazaron a Cristo con estas palabras tan duras estaban diciendo que ni Jesús, ni Dios, ¡solo Cesar! Los judíos en tiempos de Jesús habían ratificado la decisión tomada por sus padres en tiempos de Samuel. Hicieron constar que no querían que Dios reinara sobre ellos, ni el Padre, ni el Hijo.
“Se levantarán los reyes de la tierra, y príncipes conspirarán unidos contra Jehová y contra su Ungido, diciendo: rompamos sus ligaduras, y echemos de nosotros su cuerdas” (Salmo 2:2-3). Efectivamente, esta profecía fue cumplida, pero también un día la segunda parte se cumplirá: “El que mora en los cielos se reirá; el Señor se burlará de ellos. Luego hablará a ellos en su furor, y los turbará con su ira. Pero yo he puesto mi Rey sobre Sión, mi santo monte” (Salmo 2:4-6). Dios juzgará las naciones y establecerá el reino eterno de su amado Hijo.
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